Apareció un buen día por el Barrio Alto, deambulando
por las callejuelas del Chiado, donde comercios y viejos cafés son invadidos
por esos nuevos cruzados llamados turistas. Con una sonrisa en el rostro, la
mirada limpia y un amor por las gentes hasta entonces desconocido. Marco era un
muchacho que volvía a sus raíces, a su casa a sus gentes de las que se aparto
el día que María da Silva se fue apagando despacio, a la cabecera de su cama permaneció
hasta que el último aliento en forma de beso salio de su boca. Marco
desconsolado huyó después de las exequias y Marco con su última sonrisa la despidió,
abandonando su casa, a sus vecinos y a los pocos que de verdad habían amado a
María da Silva.
María da Silva fue durante mucho tiempo el alma alegre
y desinteresada de la Rua
do Século, nunca había tenido una mala palabra, para con sus vecinos. Soñadora,
enamorada del día, de ese sol que iluminaba cada mañana ese pequeño mundo en el
que se desenvolvía día a día.
Un día apareció por el barrio un joven italiano y
María se enamoro de él como nunca pensara que se podía cegar tanto hasta
anularse y ver la vida bajo otros ojos. Lo primero que la enamoro fue su amor a
la opera, aún recuerda cuando lo vio por primera vez, más bien se podría decir
cuando lo escucho, tarareaba el preludio de una vieja opera de Giuseppe Verdi, exactamente
el preludio de la Traviata,
se entero ella más tarde, cuando un día en casa de una vieja amiga que en otro
tiempo cantara en las más famosas operas del mundo y que ahora vivía apartada y
olvidada en una pequeña casa a dos aguas casi a la entrada del Século, le contara
por encima el drama de esta opera, luego en más de una ocasión cuando María se
acercaba por casa de esta antigua soprano, esta preparaba un café de esos
pequeñitos, casi un dedal pero riquísimo y juntas escuchaban en un viejo
tocadiscos la opera y a María da Silva se le saltaban las lagrimas cuando a dos
voces la Traviata
soltaba en esa lengua extraña sus cuitas de amor y abandonó, a la par que su
amado se dolía y le refería las suyas o al menos así le gustaba a ella que
fuese, pues al no entender la lengua, ella misma junto con la historia que le
contara su vieja amiga la soprano, ella componía la historia de esta mujer que
languidecía a golpe de violines y otros instrumentos, su sonora y dulce agonía
hasta morir en la obra. Que maría en sus ensoñaciones no permitía que
desapareciera tan pronto.
Se identificaba en parte con ella. Marcello que así se llamaba el italiano tenía
dos amores, uno era María da Silva y el otro que le iba minando la vida era el
vino de Oporto, entre el vino y el poco comer, se fue perdiendo. Nunca tuvo una
mala palabra, ni un amago violento con María da Silva, pero sabía que María los
días que él estaba con su otro amor, ese que le enajenaba y le hacía pedir
colmado por colmado, bar por bar una copa de ese néctar ¡que el hubiera querido
que fuera italiano!
Hacían que María con la tristeza del que sabe que esta
condenado a no ser feliz plenamente, se refugiaba en casa de la vieja soprano a
escuchar al gran Verdi.
La recibía con un abrazo, la besaba los ojos para
retirar la pena y la sal que de manera extraña la embellecían más, sacaba los
cafelitos y las dos juntas sin mediar palabra, por que las tristezas del
corazón no precisaban de explicaciones, tan solo escuchaban hasta el hartazgo o hasta que sus frágiles
corazones se llenaban nuevamente de amor.
Pasaba el tiempo y María da Silva una noche de luna descubrió
la sexualidad de su amor por Marcello, esta apareció con un ramo de flores de
azahar mezclada con troncos huecos de canela, una camisa blanca, unos
pantalones marineros, las sandalias de cuero y una sonrisa en el rostro ante la
puerta de María, beso su frente y le ensortijo un ramito con las flores blancas
en su oscuro pelo, invitándola a cenar en casa del amigo Vicente, un
mozambiqueño guapo y simpático que era el alma de esa pequeña casa de comidas.
María lo conocía, sabía que había sido modelo, le
gustaba a Vicente contarlo y aunque se sentía a gusto con su nueva situación y
se llevaba estupendamente con sus jefes, cuando hablaba de su pasado inmediato
como modelo y de sus viajes lo hacía con alegría, pero María se fijaba en sus
ojos alegres y descubría una nota de Fado. Que ya sabía ella, que cualquier
tiempo pasado no era mejor, pero un resto de esos momentos, conseguían componer
la historia en ese transcurrir de los días, se agarraban al alma y te
acompañaban hasta el final de esta bella aventura que es la vida.
Tenía Vicente una hija preciosa de doce años de la que
se sentía orgulloso, su mujer a la que amaba y cuando podía la insertaba en sus
historias que hacían las delicias de ese momento mágico, que él sabía
transmitir a los amigos y a los clientes casuales que si coincidían en esos
momentos, no dudaban en repetir, a la espera de momento de comunión entre las
viandas y el buen hacer de Vicente, que por un tiempo les hicieran tener la
sensación de pertenecer a este barrio y a sus gentes.
Como decía, esa noche mágica para María da Silva y
Marcello, después de cenar en casa de Vicente, ya sabían que no era el dueño,
pero hasta los dueños sabían de sobra que él era el alma de esa pequeña casa de
comidas que incluso en crisis conseguía mantener a flote. Pues como decía,
salieron María y Marcelo una vez cenados, caminaron cogidos de la mano como dos
jóvenes enamorados, parándose en las esquinas, besándose rápidamente púes aun
había gentes por la calles y Marcello sabía que a María esas muestras en
publico aunque no les conocieran, la ruborizaban hasta colorearle el rostro con
el carmín del que se vestían las amapolas en julio.
Esa noche las musas del amor, los querubines que en
noches especiales como esta se manifestaban en pequeñas luces y se les
averiguaba por sus chispeantes risas de niños, consiguieron dejar despejado y
en silencio el pequeño parque que se encontraba en la avenida de los Príncipes
Reales, donde fueron a parar con sus cuerpos de impaciencia María y Marcelo,
amándose y fundiéndose hasta que la madrugada y la aurora los despertó,
vistiéndose deprisa y bajando alegremente abrazados hasta el pequeño café de
Mecearía do Século, para tomar un café en su esquina mientras el sol alegre iba
arrebatando con su luz las últimas sombras de la noche.
De esta noche de amor sabemos por las crónicas del
vecindario, ese que no duerme, el mismo que tiene las persianas a medio cerrar
y por el que se puede ver dos llamitas nerviosas que no pierden puntada y están
condenadas por los años o por su simple curiosidad a vivir las historias bellas
o trágicas que arroja la noche sobre ese escenario de teatro que es el Barrio
Alto. María da Silva se lleno de amor y de nueva vida, experimento los cambios
naturales, la hinchazón de su vientre, descubriendo olores que hasta entonces
no sabía que existían, la piel se le suavizo como la de una niña y los ojos despedían
una luz nueva. Fueron los meses más felices para ella, Marcello no se separaba
de ella menos alguna que otra noche pero con diferencia de lo habitual. Donde
su amor por el Oporto y su historia jamás contada le hacían perderse hasta la
mañana siguiente en la que intentaba estar lo más solicito posible para María y
el futuro hijo que amorosamente se gestaba en el vientre de ella. Hablaban más
que nunca, buscaban nombres, miraban ropitas y hacían planes para su nueva
vida.
Pero como se dice por estos lares, la felicidad trae
su carga de miseria, de tristeza como si los hombres y las mujeres de esta
tierra, tuvieran prohibido el derecho a ser enteramente felices y sin “pero”,
de ahí esas canciones tristes que asustaban a María y que por esas tierras llamaban
Fados.
Una mañana temprano llamaron a la puerta de María da
Silva, los vecinos no quisieron salir a la calle, los curiosos por antonomasia
no se atrevieron a mirar por sus celosías. Dos agentes de la policía le
pidieron amablemente que los acompañara, María se coloco un pañuelo negro
alrededor de la cabeza, como un turbante dejando el cuello, y los hombros al
descubierto y con el corazón en la boca acompaño a los agentes y a la altura
del funicular da Gloria encontró el cuerpo de su Marcello en el último sueño,
vencido al final por su otro amor el Oporto, una lagrima cuajada en su mejilla,
en el bolsillo de la camisa una ramita de azahar con un tronquito fino de
canela, que ella amorosamente lo recogió llevándoselo a los labios en un acto
de contrición y sin que nadie preguntara María empezó ha hablar…
–Se llamaba
Marcello, cantaba como los ángeles y su amor al Oporto y esa historia callada
para siempre me lo han quitado, con lagrimas en los ojos se llevo las manos al
vientre, que parecía que el pequeño reclamaba el especio dejado por aquel al
que nunca conocería, salvo las historias que su madre María da Silva le contara
durante su infancia, convirtiendo a Marcello por el amor de María en el ser más
luminoso que pisara el Barrio Alto una mañana y que ahora él, el pequeño Marco
que así se llamaría por su abuelo, pasaría a ocupar los días de María que aumentaría
sus visitas a casa de su amiga la soprano, para recordar los días e intentar
consolar con la Travista
y los cuidados de la soprano, los días grises sin luz ni esperanza que terminarían
por apagar un día la luz de sus ojos y reunirla con su amor.
* * *
A Marco da Silva le encantaba esperar el nuevo día,
aunque al contrario que a su madre, este era más partidario de la noche, el
reino de la Luna,
miraba Marco como llegaba la mañana y sentado con su pequeño café y un cigarro,
observaba, como lentamente, sus compañeras las sombras iban rectando,
retrayéndose hasta los últimos portales en las calles más estrechas, donde
siempre eran bien acogidas.
Era amado como antaño lo fue su madre, perdía gran
parte de la mañana en recorrer el Barrio Alto, nunca se fijaba en los nombres
de las calles ni los letreros de los escaparates, que habidamente ofrecían sus
excelencias ha curiosos turista con posibles, para hacer sus compras de última
hora. Subía al principio de la Rua
do Século, para luego torcer la esquina hasta llegar al mirador conocido como
mirador de Säo Pedro de Alcántara, un sitio privilegiado donde saludar a esa
ciudad de Lisboa que poco a poco empezaba a despertar con la característica
sinfonía, de los tranvías, las motocarros y cualquier aparato extravagante con
ruedas para mover a esos vecinos temporales, en esa Babel de lenguas.
Al frente y oblicuo derecha, saludaba al Barrio de
pescadores de Alfama, subiendo la mirada y hacía la izquierda el Castelo de San
Jorge, cuatro piedras que dominaban la ciudad de antaño y de una belleza tan
simple, que algunas tardes noches, sorprendían a Marco, sentado sobre sus
ruinas ajardinadas y al guarda que le recordaba que la hora del cierre andaba próxima.
Siguiendo con la mirada más a la izquierda, casi escapando, divisaba a ojo de
pájaro la Gran
plaza de el Marques de Ponbal, artífice de ese cambio para mejor de esta vieja
ciudad lusitana que día a día se reinventa, conviviendo armónicamente, el
pasado con su presente y ese dudoso futuro por llegar.
Continuaba su deambular en cortos pasos hacia el
Chiado, atestado de turistas, crisol de culturas y razas que por un periodo
corto, conviven en armonía.
Pensaba Marco, que Lisboa estaba orgullosa de su
pasado esplendoroso, lo adivinaba en sus farolas de hierro fundido, en las que
en todas aparecía un galeón insertado, como si de una piedra preciosa tratara,
su pasado de navegante, buenos comerciantes y descubridores que tuvieron junto
con su hermana de sangre y espacio, la vieja España, repartirse el mundo nuevo
y lo conocido como las indias en el tratado de Tordesillas.
Se dejaba embriagar por el aroma del café mañanero a
la par que observaba a sus gentes, maravillado siempre de esa mezcla de razas,
de esa suavidad en forma de brisa marina que entraba por la plaza del Comercio
embriagando los sentidos y que algunas veces como gotas de rocío se derramaba
por doquier sobre mesas de cafés y edificios, dando la sensación de pequeñas
perlas que de forma caprichosa quedaban solidificadas sobre algunos escaparates
o en el busto de alguien que hizo algo para recordarle o simples estatuas
mitológicas.
Recorría tranquilo, de sombra en sombra evitando la
virulencia del sol, posando de vez en cuando el rostro sobre el mármol de los
dinteles de las viejas puertas de los edificios y el mármol nuevo de los nuevos
señores…Bancos donde conspira el dinero,
la frialdad hace que recele de ellos.
Luego a ultima hora volvía al Barrio alto, unas veces
andando y otras en el funicular. Ya fuese el de Santa Marta o los de Da Gloria
o da Lavre, que como viejos olifantes de variopintos colores hacían más cómoda
la subida al Barrio Alto, cualquier banco, soportal o saliente eran buenos para
sentarse y ver pasar esa alquimia de razas, nuevas y viejas, sabia mezcla de
sangre, pigmentos de piel, donde se conjuga lo mejor de cada uno. Soñaba con el
contoneo de sus mujeres y veía como amores prohibidos en otras latitudes, allí
en su Barrio Alto y en sus callejas engalanadas con serpentinas y banderolas de
colores se atrevían a caminar cogidos de la mano, tanto ellas como ellos.
Reconocía la belleza de las obras y edificios
históricos, pero nada para él como observar a las personas y a los personajes
que cada día con el ansia de más sobre sus rostros inundaban el Barrio Alto,
los niños que correteaban tirando de sus padres que apenas contienen el aire, después
de intentar subir a buen paso esas cuestas que les prometían el paraíso del
Barrio Alto.
A última hora de la tarde, cuando ya el sol no
apretaba y empezaba la suave brisa que anunciaba la llegada de la Luna, se encontraba Marco
sentado en la terraza del elevador de Santa Justa, miraba absorto la vieja
Igreja do Carmo, se dejaba llevar por el grandioso espectáculo, la obra del
hombre a merced de la naturaleza, le gustaba tanto o más que el claustro de los
Jerónimos y ¡eso son palabras mayores!
Apartado de religiones, sentía un cariño especial por
ese templo herido, donde el buen Dios bajaba todos los días a cobrar entrada,
para que la gente se enterara de una vez por todas, que para hablar con él,
nada mejor que el cielo abierto y la noche estrellada. Sin intermediarios, sin
distorsión posible, sin tener que rendir cuentas a un charlatán del tres al
cuarto que negocia por vía directa la cantidad de condena que ha de endosarte
por tal acumulación de pecados, seleccionados previamente por ese ministerio, ávido
de control y poder.
Ya se sabe, tenemos un Dios que gracias a los hombres,
nace a cada minuto en una sala de hospital y muere a cada instante, en una
calle, en una cama, o ensartado con el acero ligero de aquellos que no dan
valor a la vida ajena y priman sus intereses mezquinos ante esta.
Le gusta creer a Marco que Díos termina su jornada de
portero en do Carmo y marcha para el Barrio Alto, donde se le puede confundir
con cualquier tarado, que grita que es el Mesías mientras suelta improperios a
diestro y siniestro, agarrado a una botella.
ese mismo día paso a tomar un café por Mercearía do
Século, sabía que a Maria da Silva le encantaba sentarse allí, tomar un café
mientras contemplaba en silencio el paso de la gente, oía parte de sus
conversaciones y se hacía una idea algo baga sobre la situación en el barrio y
más allá, en otros lugares, que se escapaban a su conocimiento y por los que
nunca mostró el interés suficiente como para conocerlos de primera mano, nunca
se había fijado Marco con detenimiento en la señorita que parecía ser la dueña
del café, la encontraba atractiva cuando se ataviada con ese pañuelo de color
azul marino y mezcla de lapislázuli, que le dejaban el cuello blanco y los
hombros al descubierto, como un hermoso busto de marfil rematado por bellos
colores. –Perdona… tienes el ojo irritado, ¿te ha pasado algo? pregunto Marco
por la ventana del café cuando se marchaba…
- ¡OH! hace ya mucho tiempo y es una historia
olvidada… sin mediar más palabra, una ligera sombra gris cubrió su rostro, no
hizo falta decir más, Marco se llevo la mano a la boca a modo de disculpa, sonrió
y ella le respondió, se despidió y siguió su andar callejero por el barrio. En
la imaginación de él, le llegaron
las dudas, no tenia pinta de ser un accidente, ni tan siquiera un golpe contra
un mueble o un marco de puerta. ¿Quien podría en su sano juicio golpear a un
ser tan delicado?
El marfil que antes viera tan claro, había sido
mancillado, el iris tenía el color lechoso de una cascada de agua y alrededor
del ojo como una gota de sangre permanente, de un rojo suave. Ella no quiso en
ese momento contarle nada, no quiso traer recuerdos del incidente o accidente y
él que era discreto, no insistió que estas cosas llevan su tiempo en la cura y
el olvido y quizás, alguna de esas tardes sofocantes, en esas horas en la que
escasean los clientes, se pasaría y seguro que terminaría por contar lo
sucedido. ¡Eso sí!, cuando ella estuviese preparada y necesitara soltar lastre.
Marco sabía esperar y la había cogido ese cariño que se tiene a algunas
personas y que produce el mirarse y no hablar, jugando a cliente y propietario…
¡sí! alguna tarde
… Suponía que alguien la esperaba, alguien que la
respetaba y la amaba, alguien que nunca pregunto, alguien que siempre la besaba
en el rostro cuando se encontraban en publico y en la intimidad besaba con mimo esa macula de
sangre, recordándole a ella que todo paso y que es posible empezar. Cosa que
Marco creía que no le hacía falta, pues siempre tenía una sonrisa en el rostro
y una palabra amable o dulce según la confianza de a quien se dirigía.
Se levanto Marco, antes de lo habitual, el día no es
que trajera algo especial, ni el tenía una prisa aparente, se dejaba llevar, la
querencia de los pasos parecían ir contando adoquines, blancos unos, otros
negros y algunos como el café con leche del los desayunos, de dibujos caprichosos
y con ausencia de los mismos en algunos espacios del recorrido. Pequeños pozos
de esperanza que la tormenta de verano, había dejado en esa madrugada. Existencialismo puro y duro, el débil recuerdo que delataba
la coexistencia entre naturaleza y personas. Los matojos que crecían y apenas
levantaban medio palmo del suelo, habían florecido, pequeños ramitos de flores
amarillas, se mezclaban con lilas y algún que otro rosal enano que en otros
tiempos cuidaran los vecinos y ahora tan solo, pequeñas islas olvidadas con algún
que otro arbusto salvaje de esos que se atreven aun a pelear por un espacio en
ese maremágnun de edificios y solares semiabiertos. Obras de cimentación, donde
aparecían restos de basalto que recordaban a Marco que Lisboa se asentaba sobre
suelo volcánico, viejas heridas practicadas por el constante bullir del
interior de tierra, el viejo Vulcano hacía tiempo que restringió sus visitas a
esta hermosa ciudad, asentada sobre siete colinas. Algunos barrios descansan
despreocupadamente sobre los cráteres de viejas bocas, de antiguos volcanes hoy
dormidos. Absorto desde el mirador de Säo Pedro de Alcántara, recuerda a ese
enemigo de verdad que tubo Portugal y que no es otro que los terremotos que la
asolaron y se queda maravillado al dirigir su vista hacía la plaza del Marqués
de Pombal, en su pensamiento andaba este personaje, que puso a Portugal en su
sitio y reconstruyo Lisboa después del terremoto, enterrando lo muerto y
terminando de tirar lo viejo para hacer una ciudad moderna y prospera, con esa
frase que le caracteriza “¿Y ahora? Se
entierra a los muertos y se da de comer a los vivos”, lema que extendió a
la reconstrucción del Lisboa que ha llegado a nuestros tiempos.
* * *
Caía la tarde sobre el barrio de Alfama con su catedral
dominando, que además de ser barrio de pescadores y el más viejo, también
guarda en sus entrañas baños y manantiales, de los que luego se crearon esos
edificios llamados Chafariz (fuente o manantial) que aprovechan el
preciado y necesario néctar para la vida
de esta urbe. Divisando a vista de pájaro la Alfama do Alto, donde en un tiempo vivió la
aristocracia, de esta otra, la alegre Alfama do mar, donde hoy sigue fiel y
viviendo en heredadas casas o nuevas construcciones el barrio popular,
volviendo a la Baixa Pombalina
que enlaza con el Chiado para rectar lentamente, cansinamente, si vas andando
al Barrio Alto, mientras el sol más que calentarte, te descarna, llegando al
agotamiento y ya que estamos en estas alturas, refrescarnos con una cerveza
fresca en cualquiera de sus recogidos bares.
¡Si! le gustaba a Marco esos ratos donde poder
descansar, mientras disfruta de las vistas de su ciudad y de sus gentes. Pocas
veces paraba en el Chiado, le desesperaba el bullicio que se montaba allí,
sobre todo a la altura del café Á
Brasileira, uno de los más castizos donde Pessoa o alguno de sus
heterónimos solía pasar las tardes, tomando café o de tertulia con algún
viandante. normalmente lo tenia como rutina y cada quince o veinte días,
intentaba llegar cuando no había nadie y se podía disfrutar del silencio de la
mañana, era entonces cuando, aunque
parezca sorprendente, mantenía conversaciones con Pessoa… ya, ya se que es de
locos ¡pero les juro que era cierto!. Gustaba a Marco llamarle por todos los
nombres, sobre todo preguntaba por Chevalier de Pas (caballero de paso), le
recordaba a uno de los poemas “cuando ella pasa” Que dice: Sentado junto a la ventana, A través de los cristales, empañados por la
nieve, Veo su adorable imagen, la de ella, mientras. Pasa…pasa…pasa de largo…
Una vez se enfrascaron como en una coral, Caeiro,
Campos, Soares y Reis, el señor Pessoa y Marco, aquello no tenía ni pies ni
cabeza, uno porfiaba con el otro y entre todos se quitaban la palabra, más bien
parecía aquello, algarabía de comadres
en día de mercado y Marco mareado de tanta razón razonada, que llegaba a la sin
razón, de tanto verso al viento y de que
se cantaran las cuarenta como colegiales. Mando silencio, pues le dolía la
cabeza y los demás se le echaron de encima, entonces amenazo con marcharse y no
volver más y fue efectivo, desaparecieron todos dejando solos a Pessoa y Marco.
-¿Con quien hablo ahora…? preguntó Marco
-ahora, amigo Marco hablas con Fernando Pessoa,
¿quieres referirme algo?
- si, ¿que opinas de Dios?
- empezando por decir que no existe, ya es mucho
decir, y si te digo que nace y muere a cada instante, creo que te liare un poco más
- ¡quiete usted!
Que eso ya lo daba yo por sabido
¡Ah!, entre risas, Pessoa continuaba –Dios es una
quimera, consuelo de espíritus pobres, humildes y la mayoría de las veces fruto
de la ignorancia y otras tantas de gente que hace constantemente mal y necesita
un perdón diario que otro más espabilado le da, no sin recibir pingues
beneficios, que ya sabemos como se mueven estos ministros de la fantasía.
Veras Marco, si tú eres de los que creen en Dios,
entenderás que este nace con un llanto y muere como dirían en España con un
“Quejío” o quejido
- te entiendo amigo, tengo la misma impresión, para mí
que Dios es uno mismo, que habla con uno mismo, anda con uno mismo, pero cuando
se trata de sufrir de tripas para fuera, se corta la comunicación y un servidor
se las come todas… -Ja,ja,ja. Visto de esa manera, el placer máximo es cuando
te sorprendes hablando en voz alta y te respondes de igual manera, que es
cuando los listillos dicen que tú estas loco
-sí y esa locura llega cuando no sabes quien ha sido
el último en callar y al día siguiente el primero en hablar
-eso exactamente… Marco
-¿que?
-es cierto eso…
que no volverías…
- no lo tomes al pie de la letra, algunas veces cuando
os juntáis los cinco y discutís, tan acaloradamente, me desespero.
-bueno aquí, todo el día solo ya me dirás… ¿entonces?
- no te preocupes, vendré como viene siendo habitual,
me gusta hablar contigo, y desviarme por el Chiado antes de subir al Barrio
Alto de recogida.
-¿Sabes que Cesar pasa por aquí todo los días?
- si cuando acaban las visitas en la Igreja do Carmo, cierra las
puertas y sube tarareando… bueno tengo
que dejarte, ya nos vemos mañana, como siempre ha sido un placer
-adiós Marco, aquí estaré…
* * *
No hacía una hora que Marco se despedía de Pessoa, cuando
vio que Cesar se acercaba sin prisas, como maravillado del bullicio de la
calle, los músicos callejeros, los aspirantes a estatuas temporales, pintados
de oro o cobre, estáticos como verdaderos autómatas que solo se mueven cuando
la moneda del viandante hace ruido al caer sobre la lata, como un resorte
mágico que les diera cuerda, moviéndose tan solo lo establecido para seguir
despertando la curiosidad de los transeúntes.
Traía la frente con gotitas de sudor, pequeños rubíes
traslucidos, se sentó en la mesa al lado de Pessoa…
-Buenas tardes Ricardo
-Ya empezamos, Jesús contesto algo molesto
-tranquilo y llámame Cesar, que hay orejas por todos los
sitios
- eres un provocador, mira que ponerte Cesar con todos
los nombres que hay
- ya me conoces, a quien le gusta llevar el nombre de
aquél por el que has sido entregado a los lobos, después de la que me dieron
para ir pasando ¡y para qué!, contesto algo irritado… para ver como cada día el
mundo esta más loco, más deshumanizado…
- ya, pero el
paraíso prometido
-¡pero si este es el paraíso! ahora que lo tengan cuatro,
mientras el resto pena, sobreviviendo a duras penas y que encima los que claman
en mi nombre, estén de ese lado. ¡Cesar, Cesar, y Cesar!, si quieren Mártires,
que cuelguen los hábitos y marchen puerta por puerta y vuelvan a los caminos.
-tranquilo hombre, solo es una pregunta
-sí, pero estoy hasta el gorro, por eso deje la nada y tanto
escuchar sandeces, por eso me vine al Barrio Alto, aquí al menos nos ayudamos
entre nosotros, le gente tiene la mirada limpia y cuando te dicen “con Dios”,
suena sincero, sin más empaque ni adornos, sin más historia, deseándote que el día te valla bien, y cuando puedas pasas por
casa que los niños e Isabella quieren verte y echamos un rato. Ah y Joana, la que
tiene la tienda, que muchas gracias por el favor. No es más complicado que eso,
mi mensaje es así de sencillo… ¿no crees?
- Bueno, tuya fue la idea y la palabra, el ejemplo de que
algo mejor puede ser, ahora que la gente escuche o entienda ya es harina de
otro costal. Haber si predicaste en el desierto y cuando llegaste a la ciudad
tan solo había piedras.
Pero ya te vale… No debiste abarcar tanto, este juego de prestidigitador
se te fue algo de las manos.
-Bueno, dejando el tema, ¿as visto a Marco?
-hace un rato que marcho
- Ea, Pessoa, te dejo y disculpa por la broma, uno es
persona y a veces no mide la intensidad de sus palabras
- Tranquilo, límpiate la frente o te van a seguir como
si fueras una aparición milagrosa
- gracias, sabes que las viejas cicatrices no se
cierran jamás
* * *
Quedó Pessoa solo, bueno solo es un decir, que andaba
el café Brasileira de bote en bote, y todo el que pasaba quería retratarse con
él, mientras él estatua imperecedera condenado porque un buen día a alguien se
le ocurrió reconocer su valía en la poesía y el pensamiento. Con una copa
imaginaria de Águia Real, se relamía el estático escritor, mientras daba vueltas
a sus ideas y aguantaba a esa gente que más le valdría leerle que hacerse una
foto con una reliquia, cuya alma dormía llena de polvo en los estantes de las
librerías y que de vez en cuando en algún que otro juego floral, salía a
relucir algún verso suyo y nunca los que a él, más le gustaban.
Un silencio casi sepulcral fue invadiendo lentamente
el Barrio Alto, las comadres cogieron a sus críos y se encerraron en casa,
dejando la Rua do
Século vacía de sus gentes, tan solo los negocios, que en la pereza de la tarde
esperaban aún que la noche se ambientara algo y que los turistas o aquellos
paisanos que gustaban de salir, recalaran en sus locales, por cerrar el día en
positivo.
Una luz blanquecina, que parecía tener vida propia,
entro por el estuario del Tajo, saltando sobre el punte del 25 de abril,
atravesando la ciudad hasta llegar a Rua do Século, donde redujo su intensidad
casi hasta apagarse. Marco se encontraba sentado, tomando una cerveza antes de
meterse en casa, le extrañaba no ver ni escuchar a las señoritas del local de la Mercearía do Século,
levanto la mirada hacía el fondo de la calle y se quedo sin habla. Una bella
muchacha con vestido de tirantes, se iba acercando. Sus miradas se encontraron
y un calor invadió su pecho, era el ser más hermoso que jamás había visto, se
sonrojo cuando estuvieron a la misma altura. Ella le pidió que compartiera mesa
y él al levantarse nervioso para que se sentara ella, tiro el cenicero haciéndolo
trizas, no sabía cuantos se habían partido ya, claro que no todos él. La
inclinación de la calle hacía muy difícil la estabilidad de los objetos sobre
una mesa que ligeramente asemejaba una rampa, haciendo peligrar los vasos y
cualquier objeto que sobre ella se pusiera.
El Barrio Alto por unas horas, parecía estar adormecido,
una débil niebla que no terminaba de cuajarse flotaba sobre los edificios, un
aroma a azahar y canela inundo toda la
Rua do Século, los postigos de las ventanas entre abiertos,
por donde los curiosos habituales acechaban la noche. Les iba recordando a esa
otra noche que se pierde en el tiempo y que el aroma del azahar y la canela
traían.
El recuerdo de esa otra noche de amor, el amor de
Maria da Silva, cuando Marcello apareció esa noche en la puerta de su casa para
invitarla a cenar y prendió del pelo de ella un ramito de azahar, guardando en
el bolsillo de su camisa la ramita de canela.
Tan solo llegaron a vislumbrar la luz blanquecina que
baja lenta dirección a casa de Marco y a una pareja, que hablaba, se paraba, se
comían a besos y reían. Inolvidable la noche, inolvidable el rostro del amor
como inolvidable sería la lenta desaparición de Marco, sin traumas, sin dolor.
Despacio se fue convirtiendo en luz, con su sonrisa
habitual, sus cafés en la
Mercaría do Século, sus charlas con Vicente mientras comía y
la visita habitual que hacía a su amigo Fernando y a toda la cuadrilla. La
noche del 11 de julio se pararon los pulsos de ese corazón amable que es
Lisboa. Desde la Rua
do Século volvió a verse la luz, bajar hasta el Chiado y caracoleando por ese
dédalo de calles, llegar hasta el puente del 25 de Abril, saltar al estuario, mezclándose
con la lengua de plata que subía a la
Luna.
Un olor intenso a azahar y canela invadió esta vez
toda la ciudad, esa noche las calles y locales se engalanaron, la gente salia
masivamente a vivir la noche. Un marco incomparable de cielo estrellado y una
luna que lamía el estuario, que lentamente se fue tiñendo de un rojo, como si
Vulcano hubiese montado en los dominios de tan alta Señora su fragua, para
forjar un nuevo corazón. Por fin Marco tenía su amor, por fin Selena se sentía
amada y amaba…
* * *
¡Ah!... ¿Qué hago yo aquí?... disculpen que en cuanto
acabe este cafecito, recojo mis bártulos y me regreso. Ya saben, mientras
espero, sueño con la baga ilusión de encontrarme con María o Marco da Silva,
en fin con los artífices de esta historia, porque la historia ya la sé y den
por seguro que es leyenda, pero guardo la esperanza de encontrar esa luz, de
ventear el aire por si por azar me llega el azahar y la canela... y el resto, es
cosa de ustedes. Dense una vuelta por Lisboa, déjense llevar por esta hermosa
ciudad… y quien sabe, si por casualidad les llega a sus oídos otra historia que
contar.
Por mi parte desearles que sigan siendo ustedes
moderadamente felices y si pueden, que sea tomando un café en cualquier terraza
del Barrio Alto…
Epi