La nieve fue invadiendo la plaza
del pequeño pueblo, un gélido frío cabalga a lomos del viento, helando
cosechas. En el valle la nieve iba lentamente derritiéndose dejando un lodazal
de barro oscuro mezclado con las bostas del ganado, con charcos de hielo dispersos,
pequeñas lagunas en oasis de desolación. Los perros se asomaban y corriendo
buscaban refugio, llorando para que sus dueños les dejasen pasar y tumbarse a
la bartola cerca del hogar. Los carámbanos colgaban como mazorcas de cristal.
Manuela miraba a través de la
rendija de la bufanda que cubría su rostro y cabeza, como si fuera un tuareg en
el gran desierto, las mano como polos, ese frío que no se puede aguantar,
amilanando a los más bregados, y llevándose a los más ancianos. Como cada año la Parca hacía bien su trabajo,
escuchaba una tos bronca y ya estaba en la puerta del futuro finado, los perros
aúllan venteando la desgracia y gimen cuando sienten su presencia. Es el
impuesto que hay que pagar por haber llegado a la vida, esa duda razonable, pues
es bien sabido, que el mundo se rige por dos verdades, la primera ya le hemos
mentado y decimos que es duda razonable, pues uno no sabe si ha de nacer o no y
las segunda verdad, no da pie a la duda, que es morirse, a ser posible en el
hogar, con los tuyos y no en frías instituciones.
José siempre tuvo la mente
dispersa, a él le gustaba más decir que andaba de diáspora, que aunque lo
parezca, no es lo mismo, andar disperso que de diáspora, pues esta segunda
opción viene avalada por los recuerdos infantiles, el primer cigarro a
escondidas, la primera intoxicación etílica, la primera vez que no se auto complacía solo y
su primer amor.
Amor que idealizara pues la
guerra corto lazos, separando familias, alimentando los odios que estaban
dormidos, las miserias y la brutalidad con que se zanjan estas cuestiones.
Después cinco años de cárcel,
cinco años de oscuridad, cinco años en los que dejo de ser humano para pasar a
ser sombra de si mismo y todo por que el
bando donde le toco, no lo decidió él, pues lo mismo le daba unos que otros. Fue
conociendo gente nueva, milicianos hombres y mujeres que al parecer si sabían
donde estaban y que estaban en el sitio que ellos habían elegido desde el
principio. Muchos habían huido de sus pueblos, al sentir cerca el avance del ejército
enemigo, el mismo ejercito que iba a restaurar el orden. ¿Que orden? se
preguntaba José.
Él se dedicaba antes de esta
guerra y esos años de reclusión, al pastoreo.
Los parroquianos acercaban sus
ovejas a la plaza del pueblo donde José esperaba, apostado en la puerta del bar
de Tino, con una copa de aguardiente, el zurrón con las viandas, el callado y
sus dos mastines Linda y Pirata, que ávidos husmeaban todos los rincones
buscando algo que llevarse a la boca antes de comandar el rebaño. Cuando las
cincuenta o sesenta ovejas estaban reunidas en la plaza, José miraba al viejo
cura y este bendecía en la distancia tanto al ganado, los perros como a él, más
que fe, era la costumbre de sus mayores y el viejo párroco, Sebastián, al que
le debía el estar sobre este mundo.
Aún le viene a José a la memoria
la historia de su nacimiento que le contara su padre, de cómo Sebastián el
viejo párroco ayudo en el parto, fruto de la casualidad, pues venia de visitar
a su hermana que hacía tiempo decidió irse a vivir con quien fue su marido y al
que encontraron cual péndulo balanceándose de un soga que quitaron de su cuello
una vez bajado a suelo. Nadie sabe que pudo pasar, que fue lo que desencadeno
este oscuro final, el por qué de esta decisión, pero dejo a Margarita viuda, de
esas viudas antiguas que se volvían devotas hasta el hartazgo, con un luto
riguroso y un mal meter en vidas ajenas. Desde entonces todos la llamaron “La
corre, ve y dile”
El nombre de Margarita se fue
diluyendo en la nada, volviendo a su origen, a su botón amarillo de palas
blancas como hélices de avión, cuerpo enjuto y verde, con los píes hundidos en
tierra, tierra generosa de la que se nutre y vuelve a florecer con las
primaveras.
La madre de José, tubo un parto
complicado, aparte de unas fiebres que hacían dudar que llegara a buen puerto
el embarazo, a ocho meses y medio, le entraron unas calenturas, un escupir
sangre y una tos que le partían por la mitad su entereza pero aún así y con la
ayuda de Sebastián el párroco. Consiguió parir a José, verlo y tenerlo escasos
cinco minutos, pues primero fue un estertor y luego la mirada quedo fija en
aquella pequeña criatura, y su pecho dejo de mecer el aire, sus manos perdieron
fuerza adquiriendo rigidez y Mateo el marido y padre reciente, con temblona
mano bajo los parpados de Rosa, cogió al niño entre sus brazos y sin mediar
palabra se sentó frente al hogar, improvisando un biberón y con leche de oveja
fue criando a ese pequeño. Nunca más volvió a sonreír, no tuvo palabras para
nadie y no quiso que los vecinos velaran con él a su Rosa, quiso estar solo con
ella, contarle todo lo que se quedaba en el tintero, hablarle de los sueños que
juntos compartían, de cómo se habían conocido y ese amor que empezó un día que
concedieron en la fuente, el dando de beber a sus perros y ella con el cántaro
para llevar agua a casa.
Él se ofreció a llevar el pesado cántaro
y ella marchaba como princesa de cuento, siempre le gusto este hombre que hoy
se deshacía entre sollozos y maldecía al buen Dios por haberse llevado a su
Rosa condenándole a esta sinrazón. Sus manos irían olvidando la calidez de su
piel, el roce húmedo de sus labios al besarse, el cabello que a ella le gustaba
trenzar y entre meter ramitas de lavanda entre sus vueltas y sobre todo ese
mirar risueño, ya no tendría donde ver el mar, pues el fondo de sus ojos azules
se apago, entrando en el mundo de las sombras para no regresar jamás y esos
proyectos de futuro, criar entre los dos al hijo y envejecer al calor de la
lumbre y los nietos que este les diera,
proyectos sencillos, que ahora tan solo serian quimera.
José aparte de pastorear labraba un trozo de terruño que le daba apenas para
tirar, pero era su trabajo su vida, sencilla y sin sobresaltos.
Ya nunca volvería a ser el mismo,
que estas experiencias le cambian a uno. Diamante en bruto, tuvo que aprender
deprisa, al igual que sobrevivir con urgencia, un día dejo salir a la bestia
que duerme en su interior y esa noche no pudo dormir, un nudo en la garganta y
un llanto que no podía frenar, un dolor que no se quitaba a la altura del
corazón. La mañana vino a licenciar a la noche y José sin mediar palabra,
después de ese exiguo desayuno, porque llamarlo frugal era como compararlo con
una bacanal romana, y de eso nada de nada, que aquello que tomaba por pan, era
tan negro que parecía carbón, el chusco iba condimentado con una especie de
aceite de dudosa procedencia y unos torreznos de carne que en mejor vida
maullaron más que valar , ese difícil equilibrio que marca la necesidad, la
carestía que producen las salvajadas de las ideas una vez llevadas al extremo
de las armas.
Una vez cumplido con las
imposiciones y habiendo trabajado a cambio de reducir condena en algo de los Caídos por un Dios pusilánime, una patria ultrajada y un despropósito del megalómano
nuevo Caudillo de la guerra, un ser abyecto rodeado por los jinetes de ese
Apocalipsis y ese nuevo resurgir, de cruzada. Amparado por aquellos que
decidieron dejar en la estacada, condenando
a todo un país, mirando durante mucho tiempo hacia otro lado.
Ese ser despreciable, y todo por
esas decisiones de terceros, a los que convenía tener a este verdugo en su
trono de sangre, antes que dar esa nueva oportunidad de levantar y democratizar
a todo un país desolado. Pero ya se sabe, la historia es, lo que es, la
escriben unos con las mentiras de otros, con verdades a medias, y mentiras
tantas veces repetidas que acaban siendo verdades impuestas, de las que no se
puede dudar so pena de que un día se te escape algo y acabes en los sótanos de
cualquier edificio, lamentando haber soñado en voz alta.
Al entrar por el camino viejo, se
percató de que alguien lo observaba, no quería mirar, pues aun siendo un hombre
valiente, los años de prisión y duro trabajo, las vejaciones, ese intento de
sus carceleros por anularle, esa humillación constante le hicieron desconfiado
y algo temeroso. No quiso levantar la vista cuando se cruzo en la plaza con
algunos vecinos, ni quiso saludar a los de la benemérita, ahora trabajaban para
un régimen impuesto haciendo el trabajo sucio del Caudillo de la guerra,
silenciando conciencias, no conocía las banderas que ondeaban en la casa
consistorial, atravesó la vieja calzada hasta salir del pueblo, el viejo Sebastián
lo esperaba sentado en el porche de su choza, con la llave en el regazo de su sotana,
se abrazaron y sin mediar palabra se despidieron, quedando para más adelante.
La noche llego, como bálsamo
reparador, no traía luna pero el cielo andaba cuajado de estrellas, que al no
estar el astro en su apogeo brillaban con más intensidad. Escucho ruidos y
salio al camino a ver quien podía ser, parándose de golpe con el corazón
latiendo al doble de velocidad. De las sombras apareció Manuela, con un atillo,
se miraron a los ojos y sin mediar palabra montaron una mesa para comer, algo
de pan un poco de queso y vino. Luego al amparo de la noche sus manos se
buscaron ávidamente, queriendo recuperar el tiempo pasado, nerviosos como
niños, disfrutaron de ese amor de adolescentes, la vela que alumbraba la choza
no dejaba ver el rubor de sus mejillas y entre sollozos y besos ella fue
desgranando los años de ausencia, sus manos leían el sufrimiento en las viejas
heridas de su torso, como un ciego lee el braille dando un significado a tanto
punto que taladra la hoja, las palabras se fueron formando, la vida volvió a
sus cuerpos, calambrazo de placer recorrían sus espaldas. La mañana los sorprendió,
el sol entraba a hurtadillas por el ventanuco apenas cerrado, calentando sus
cuerpos desnudos. La vida volvía a ser vida, los olores el ruido del agua al
pasar por los meandros, el canto de los pájaros y la campana de la iglesia románica,
el olor a pan orneado que llegaba en la brisa. Ellos se quedaron para siempre
en ese trozo de tierra, en ese hogar humilde, no quisieron saber nada más del
mundo que los había tenido apartados uno del otro. Dejaron de luchar por los
otros y se dedicaron a ellos, se olvidaron de que llego por fin la democracia,
se olvidaron de los adelantos y en noches de luna, encendían su vieja radio de lámpara
buscando viejas canciones y bailando solo para ellos y la soledad.
Hoy ya nadie los recuerda, de la
choza tan solo queda el suelo y una quietud que todo lo embarga, donde algunas
tardes el viejo Sebastián viene a lamerse esa soledad por el escogida y como
cada primavera saca el viejo papel doblado y bien doblado donde lee a la luz de
una vela, esas cosas que quedan para uno y que se perderán cuando el ya no
este.
Aguante a la vida, por si regresabas
Aguante las habladurías, las malas artes
El acoso de los hombres
Aguante a las mujeres, que de mis se reían
Aguante a los civiles y al señorito
Que reclamaba un derecho, que no le correspondía
Aguante las malas épocas y el hambre
En las noches sin luna, bailaba sola
Adecentaba nuestra casa por si volvías
Soñaba que te tenía y por dentro moría
Por no saber si volverías
Hice frente a las dudas
Me fui endeudando en promesas futuras
Me fui apartando de todos y de todo
Le preguntaba al río, al viento por si de ti sabían
Y cuando creí enloquecer, apareciste
Y comprendí que nunca te habías marchado
Que siempre estuviste a mi lado
Y ahora que te tengo no quiero más
Solo lidiar contigo los años que nos quedan de vida
Envejecer y un buen día…
No estar, no saber y dudar si alguna vez estuvimos aquí
Bailando bajo las estrellas, amándonos hasta el amanecer.
Las cadenas oprimían mis manos
Las chanzas de los brutos
apalearon
Mi integridad
No quise fotos tuyas, para que
ellos no las mancillaran
Ni verte por el presidio,
recorriendo ventanas por si me veías
No quise que fueses una más en
esa larga cola de vergüenza y miseria
Que una vez por semana, venían a
dar calor a sus seres queridos
No puse rodilla en tierra,
arriesgando no verte más
Rompí las piedras de los caídos,
me desollé las manos
Las uñas partidas y la sangre
empujando por salir de mi cuerpo
Pero aguante…
Porque un día todo se acabaría
Aguante por escuchar de nuevo tu
voz
Por sentir tus manos dentro de
las mías
Porque en las noches duras miraba
por la ventana enrejada
Y te veía, tan hermosa tan libre
tan soñadora
Bailando sola con la luna unas
veces
Otras con todas las estrellas, juntas
Soñaba que en una noche me alertarías
Acelerándome los pulsos
Sentados a la mesa a la luz de la
vela
Soñaba que un día, la noche nos fundiría
en uno
Aguante por que tu amor sabía
Y ahora que estamos juntos,
tengamos por
Compañeros el cielo y sus astros,
las aves que los surcan
Las flores de primavera, las uvas
del otoño
Y este abrazo para nuestras
noches frías
Donde no medien palabras
Tan solo los actos que resumen
nuestras vidas
De fondo todas las cosas bellas
que guardamos celosamente…
Cuando nadie nos veía
Epi
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