¿QUIÉN, NO TIENE UN DÍA DE
HIEL?

Sus viejas tascas donde pegar
la hebra o el oído daban mucho de sí, algunas con gracejo y otras para correr a
gorrazos al típico sevillano estirado, arquetipo de lo que no es, y le hubiera
gustado ser, tan solo apariencia y un “Mi arma” que de tan trillado, suena a
exagerado.
* * *
Recuerda que en otros tiempos
gustaba de sentarse en la calle Betis, en alguna de sus terrazas o pedir la
copa e ir a sentarse en su remate, que precedía al estrecho camino que sirve al
pescador para echar la caña de sus incertidumbres al mal saneado Guadalquivir,
pero cuando más le gustaba era a esa hora bruja que despide los últimos rallos
tornasolados de ese sol de justicia, que como gota de sangre, o clavel
reventón, va dejando su estela entre roja y anaranjada, sobre esa otra estela
que empieza a esa hora a ser liquida plata, porque la Dama viene empujando a
recobrar su territorio, dando con su manto cobijo a los amantes, cobertura a
los ladronzuelos de poca monta y libre sendero de crápulas que una vez más se
beberán la noche como si la vida les fuese en ello.

Dice el poeta “Mi infancia son
recuerdos de un patio de Sevilla donde madura el Limonero”, pero la infancia de
Lapuente, no es tal, que viene de meseta castellana, más seca que una mojama,
seca hasta en el hablar, que por no cuartearse la boca, bajo ese sol de
castigo, el saludo es más un “condios” de corrido sin pausa por miedo a
asfixiarse, y si el otro no se ha enterado, pues no se le repite y punto, que
teme el caminante, tener que torcer el gesto, por miedo a quemarse el rostro,
nublar la vista y perder el hilo de su pensamiento, que alterna con voces que
no sabe de donde le vienen, y será ese otro verso del poeta “ Converso con el
hombre que siempre va conmigo, quién habla solo espera, hablar con Dios un
día”.
* * *
Lapuente prefiere mejor, tirar
para el Mediterráneo, el Mar nuestro que dirían en la antigüedad, prefiere
antes, mil días de levante, que emborronen el cielo pero que da sensación de
frescor, mientras que en la Provinciana
Sevilla, el mismo levante hace que se torren hasta las míticas
palmeras, y es qué solo el poniente, devuelve algo de vida a sus vecinos que
como lagartos viejos, respiran con dificultad y aun así se aventuran a cruzar
la calle, dejando la sombra y frescor de sus casas, en penumbra para hacerse
con unas cervezas y algo que charlar con los que llegaron antes, y se les
conoce por el grado de verbigracia y lengua zarrapastrosa, que estiran las eses
hasta convertirlas en ceceos, cecean hasta el hartazgo y es condición de un
castellano evolucionado y con acento propio que orgullosos pasean por todo el
mundo, haciendo creer a este, que Andalucía es toda así, salpicando al infinito,
convertidos en aspersores de sopor etílico, con esas palmadas en la espalda y
el chiste fácil, celebrando el nada de nada por todo lo alto, porque reconoce
Lapuente que en eso son artistas y mayores, cargando contra esto o aquello y en
silencio contradiciéndose.

* * *

Rompiendo una lanza a favor de
Sevilla, decir tiene este Lapuente que no es amante de las ciudades, ni tan
siquiera de esta, que es capital, pero que se vende como el ombligo de
Andalucía.
Vuelve sus ojos a la eterna
Granada, que en dos cuestas que subes, te deja ver lo que allende de su hermosa
Alambra, son los picos que cosquillean el cielo dos veces hermoseado por su sol
y la nieve, o la siempre Califal Córdoba, con su puente romano, alfombra que ha
de llevarte a su Mezquita, donde el frescor duerme entre bosque de columnas de
mármol y la simplicidad bárbara del ciego vencedor, que le dio por meter dentro
de la misma un templo, cristiano, por decir algo y no decir crimen de lesa
majestad.
* * *
Es este Lapuente, ahora,
enamorado impenitente del ancho mar a ratos, y de sus bosques infinitos, donde
asemejan giraldas de caliza, oquedades de arenisca, ermitas que los elementos,
despacio pero de una constancia tal que parece que no hicieran nada, fueron
creando con el devenir de los años, donde pequeñas impresiones de otras épocas
quedan desdibujadas, donde los señores, no importando su status, fueron
antropomórficas piedras horadadas para descanso de cuerpos volátiles, que
fueron devorados por el tiempo y los carroñeros, encargados de limpiar el
ambiente de las impurezas que deja tras de sí
la muerte y que hoy como calvas anónimas, las cubre la maleza o las
devoran las inclemencias del tiempo.
Mira con gozo los verdes
helechos, escucha como música sacra el salto y continúo correr de sus arroyos y
meandros. Mirando embelesado la deliciosa cúpula cargada de millares de titilantes
estrellas, lejos de las ciudades y de sus bullicios….
Pero habrán ustedes de perdonar
a este personaje, pues tuvo un mal día de hiel, como cualquiera y le toco a
esta ciudad. Que por lo general no tiene nada en contra de ella pero si le
pesan algunas particularidades y estas son el motivo de sus cuitas y su
rechazo, que como niño confundido no sabe a donde mirar para consolarse… Será
que no puede opinar o no debe, las cosas que dicen que no entiende porque no se
ha criado y no ha mamado la particularidad de sus creencias, ni sus fiestas,
que no entiende la puesta de largo que cada año pasean entre ¡olés! ¡guapas! y
tanto santiguarse delante de una talla, de siglos pasados algunas y otras más
actuales, de esos vellocinos de oro y brillantes, de esos dorados que duele
hasta la vista. De la filigrana de sus mantos y sus palios, de la plata de sus
várales y de esa invasión de la calle, por sillas y palcos. Se cierra Sevilla
en estas fechas, de espaldas al resto, porque reconoce Lapuente que le es complicado
entender ese fervor que brota de golpe como las flores de un solo día para
luego difuminarse y desaparecer hasta el año siguiente…
En fin. ¿Quién no tiene un día de hiel?
Del libro II de Andanzas de
Lapuente “1959”
No hay comentarios:
Publicar un comentario