martes, 7 de abril de 2015

¿Quien, no tiene un día de hiel?






¿QUIÉN, NO TIENE UN DÍA DE HIEL?

Lapuente, echaba pestes de Sevilla, y no es que no le gustara la ciudad en sí, amaba en silencio sus callejuelas con vestigios de otros tiempos, sino mejores, si diferentes en la memoria. Le gustaba esa primavera que hacía lo imposible por que su hermano el verano no se colara en las tardes largas que anuncian su pronto reinado, las noches suaves con olor a Dama, un cielo salpicado de estrellas y una luna tirando a toro, de cuernos iluminados.
Sus viejas tascas donde pegar la hebra o el oído daban mucho de sí, algunas con gracejo y otras para correr a gorrazos al típico sevillano estirado, arquetipo de lo que no es, y le hubiera gustado ser, tan solo apariencia y un “Mi arma” que de tan trillado, suena a exagerado.
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Recuerda que en otros tiempos gustaba de sentarse en la calle Betis, en alguna de sus terrazas o pedir la copa e ir a sentarse en su remate, que precedía al estrecho camino que sirve al pescador para echar la caña de sus incertidumbres al mal saneado Guadalquivir, pero cuando más le gustaba era a esa hora bruja que despide los últimos rallos tornasolados de ese sol de justicia, que como gota de sangre, o clavel reventón, va dejando su estela entre roja y anaranjada, sobre esa otra estela que empieza a esa hora a ser liquida plata, porque la Dama viene empujando a recobrar su territorio, dando con su manto cobijo a los amantes, cobertura a los ladronzuelos de poca monta y libre sendero de crápulas que una vez más se beberán la noche como si la vida les fuese en ello.

Empezó a pesarle Sevilla en el corazón y en el animo, que ya ni la aguja de la Giralda, ni el romántico parque de Maria Luisa, conseguían hacer las paces entre su ser y esta hermosa y mal querida ciudad.
Dice el poeta “Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla donde madura el Limonero”, pero la infancia de Lapuente, no es tal, que viene de meseta castellana, más seca que una mojama, seca hasta en el hablar, que por no cuartearse la boca, bajo ese sol de castigo, el saludo es más un “condios” de corrido sin pausa por miedo a asfixiarse, y si el otro no se ha enterado, pues no se le repite y punto, que teme el caminante, tener que torcer el gesto, por miedo a quemarse el rostro, nublar la vista y perder el hilo de su pensamiento, que alterna con voces que no sabe de donde le vienen, y será ese otro verso del poeta “ Converso con el hombre que siempre va conmigo, quién habla solo espera, hablar con Dios un día”.
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Lapuente prefiere mejor, tirar para el Mediterráneo, el Mar nuestro que dirían en la antigüedad, prefiere antes, mil días de levante, que emborronen el cielo pero que da sensación de frescor, mientras que en la Provinciana Sevilla, el mismo levante hace que se torren hasta las míticas palmeras, y es qué solo el poniente, devuelve algo de vida a sus vecinos que como lagartos viejos, respiran con dificultad y aun así se aventuran a cruzar la calle, dejando la sombra y frescor de sus casas, en penumbra para hacerse con unas cervezas y algo que charlar con los que llegaron antes, y se les conoce por el grado de verbigracia y lengua zarrapastrosa, que estiran las eses hasta convertirlas en ceceos, cecean hasta el hartazgo y es condición de un castellano evolucionado y con acento propio que orgullosos pasean por todo el mundo, haciendo creer a este, que Andalucía es toda así, salpicando al infinito, convertidos en aspersores de sopor etílico, con esas palmadas en la espalda y el chiste fácil, celebrando el nada de nada por todo lo alto, porque reconoce Lapuente que en eso son artistas y mayores, cargando contra esto o aquello y en silencio contradiciéndose.
Pero como en toda buena viña hay de todo, gente maja y con ganas de agradar y gente altanera, de dudosa alcurnia que se ha de emparentar, si o si con lo más florido del señorito andaluz, gente de un traje para todo, pelo engominado, y orgullo cofrade sin serlo,  ya de la Macarena, del Cachorro o el Baratillo por decir de alguna, y la realidad les hace pedigüeños todo el año en Triana, de la Esperanza. Sin convicción, por puro oír pedir a sus mayores, que les cambie la suerte. Y la suerte, la cambia uno por si mismo y no delegando en terceros y menos en templos o en esos días de fervor “no se  como llamarlo” pero seguro que entendemos…
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Pero ya Lapuente se ha pasado a Cartujo y no quiere salir por sus calles, no quiere la bruja noche y menos aún el dorado día, mira con nostalgia su amor fracasado y se promete no volver, aunque esto aun no esta en su mano…
Rompiendo una lanza a favor de Sevilla, decir tiene este Lapuente que no es amante de las ciudades, ni tan siquiera de esta, que es capital, pero que se vende como el ombligo de Andalucía.
Vuelve sus ojos a la eterna Granada, que en dos cuestas que subes, te deja ver lo que allende de su hermosa Alambra, son los picos que cosquillean el cielo dos veces hermoseado por su sol y la nieve, o la siempre Califal Córdoba, con su puente romano, alfombra que ha de llevarte a su Mezquita, donde el frescor duerme entre bosque de columnas de mármol y la simplicidad bárbara del ciego vencedor, que le dio por meter dentro de la misma un templo, cristiano, por decir algo y no decir crimen de lesa majestad.
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Es este Lapuente, ahora, enamorado impenitente del ancho mar a ratos, y de sus bosques infinitos, donde asemejan giraldas de caliza, oquedades de arenisca, ermitas que los elementos, despacio pero de una constancia tal que parece que no hicieran nada, fueron creando con el devenir de los años, donde pequeñas impresiones de otras épocas quedan desdibujadas, donde los señores, no importando su status, fueron antropomórficas piedras horadadas para descanso de cuerpos volátiles, que fueron devorados por el tiempo y los carroñeros, encargados de limpiar el ambiente de las impurezas que deja tras de sí  la muerte y que hoy como calvas anónimas, las cubre la maleza o las devoran las inclemencias del tiempo.

Mira con gozo los verdes helechos, escucha como música sacra el salto y continúo correr de sus arroyos y meandros. Mirando embelesado la deliciosa cúpula cargada de millares de titilantes estrellas, lejos de las ciudades y de sus bullicios….

Pero habrán ustedes de perdonar a este personaje, pues tuvo un mal día de hiel, como cualquiera y le toco a esta ciudad. Que por lo general no tiene nada en contra de ella pero si le pesan algunas particularidades y estas son el motivo de sus cuitas y su rechazo, que como niño confundido no sabe a donde mirar para consolarse… Será que no puede opinar o no debe, las cosas que dicen que no entiende porque no se ha criado y no ha mamado la particularidad de sus creencias, ni sus fiestas, que no entiende la puesta de largo que cada año pasean entre ¡olés! ¡guapas! y tanto santiguarse delante de una talla, de siglos pasados algunas y otras más actuales, de esos vellocinos de oro y brillantes, de esos dorados que duele hasta la vista. De la filigrana de sus mantos y sus palios, de la plata de sus várales y de esa invasión de la calle, por sillas y palcos. Se cierra Sevilla en estas fechas, de espaldas al resto, porque reconoce Lapuente que le es complicado entender ese fervor que brota de golpe como las flores de un solo día para luego difuminarse y desaparecer hasta el año siguiente…
                                    En fin. ¿Quién no tiene un día de hiel?


Del libro II de Andanzas de Lapuente  “1959”


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