La mañana se presenta algo
nublada, unas finas gotas se deslizan de las nubes, diluyendo ese manto de
agujas escarchadas, dejando un brillo sobre el ocre de las hojas caídas.
Un grito salvaje tan reciente
como antiguo, recorre la soledad del paraje. A lo lejos y a resguardo de una
gran peña, en cuclillas se perfila una figura de mujer agachada, el sudor
perlado de su frente delata un dolor y un esfuerzo que deberían de estar a
resguardo, pero la naturaleza que no para, trae vida allí donde nunca se supone
que pudiera desarrollarse, obviando las leyes de los hombres.
Y sin más, el milagro de la vida
se descuelga, ella presurosa, con las manos amoratadas del esfuerzo y el frío
coge al recién nacido y amorosamente a falta de hoja afilada, corta con sus
propios dientes el cordón que la une a la nueva vida, limpiando como puede ese
pequeño cuerpo, liándolo con su toca de
lana, lo amarra a su pecho, dejando que el instinto del neonato busque con su
olfato el pezón de vida, su primera ingesta después del golpe de aire que ha
puesto a sus diminutos pulmones a trabajar, mientras ella como puede, se
limpia, con agua del pequeño arroyuelo, que serpentea el páramo partiéndolo en
dos.
Levantándose a duras penas y con el doble pulso, el de su
pecho y el de su vástago, camina tambaleante hacía el viejo caserón medio en
ruinas, se acerca con la esperanza de encontrar un alma caritativa, que pueda
socorrerla en este trance, para no morir en mitad de la nada, con el temor de
que la noche llegue y hagan su presencia los lobos y cuando piensa en los lobos
no lo hace exactamente en esos antepasados de los canes, sino en los civiles
que hacen la ronda nocturna al acecho de
los contrabandistas y ya se sabe que en la noche todos los gatos son pardos.
Los niveles de necesidad y de
miseria se habían disparado, manteniendo una década después de esa guerra
fraticida, una hambruna sin parangón, donde la imaginación de la escasez se
alimentaba de mondas de patatas, pan escaso y negro, una agua chirri que hacía
la veces de café y con un poco de suerte una pella de tocino rancio, que era
sacado entre caldo y caldo con un más
que pelado hueso blanco con ausencia de tuétano.
Mujer de un republicano
de esos que al acabar la guerra se tiro al monte y se hizo por fuerza maquis,
es lo que quedaba, no quiso cruzar la frontera y prefirió compartir fortuna con
ella. Se vieron por última vez en casa de un amigo común, estaba de viaje y les
dejo quedarse mientras, esa luna de enero era como un cuadro en la ventana.
Se dijeron poco pues el miedo y
la urgencia no daban para más, fundiendo los cuerpos al compás de la noche, los
ritmos de sus corazones y el pulso que se refleja en las sienes, dieron paso a
las manos que en un principio tímidas siguieron el curso que dan estas cosas,
la ropa tirada por la habitación, bajo las mantas los versos se fueron
convirtiendo en una prosa tranquila que exploraba sus cuerpos, la luz de su
último día los fue despertando, un café negro y un trozo de pan les fueron
devolviendo las fuerzas y la nostalgia de la separación.
Tomas baja tranquilo por la
accidentada senda, que se va cortando cada cien o doscientos metros, de no
limpiarla y ser el único que se atreve a transitarla, unas zarzas de espino
invaden descontroladas la senda, haciéndola intransitable en algunos puntos.
Tomás no le da mucha importancia, ya sabe de sobra como sortear, abriendo
pequeñas veredas, que unas veces atajan y otras lo desvían de la senda
principal unos cientos de metros.
Desde que su madre murió, dejo de
bajar al pueblo, tan solo cuando era imprescindible para adquirir, algún apero
de labranza, unas arrobas de vino y calzado, pero eso era cada quince días
siempre los jueves cuando se permitía la venta ambulante y la quincalla invadía
la plaza del pueblo. Los puestos mostraban las heridas de la desolación, ropa
usada, remendada y vuelta a remendar, abrigos del ejercito vencedor, gorras y
botas de no se sabe quien, ni de que guerra eran supervivientes, pero para
Tomás eran las que el necesitaba, el hacía cambalache, la nueva moneda tardaba
en llegar y la anterior estaba desapareciendo a marchas forzadas, los
recaudadores del nuevo régimen se afanaban en retirar dicha moneda repartiendo
a cambio unos pagares que nadie cobraría, salvo aquellos que apoyaron la
insurrección, los que vieron venir al lobo y decidieron ser más salvajes que el
propio lobo.
Tomas de pequeño, como todos los
niños, jugaba a la guerra, por aquél entonces nada más que llegaba la radio y
no a todas las casas, en el bar de José estaba la más grande, donde cada tarde
noche se reunían los viejos del pueblo a escuchar el parte de guerra, y un par
de aparatos más, uno del ayuntamiento y el otro del cura. Las fortunas, si es
que las hubo alguna vez, recogieron sus bártulos, la bajilla y pusieron pies en
polvorosa, ellos no es que apoyaran al
ejercito contrario, pero sabían de buena tinta que cuando los ánimos se
calentaban como estaba pasando en la capital, los milicianos los corrían hasta la
valla y ya no volvían.
Es lo que tiene movilizar al
pueblo, armarlo y darle un poder sobre la vida y muerte de sus congéneres como solo
pasa en estas situaciones.
Cerrando las haciendas a cal y
canto, en México se estaba mejor, país que acogía a todo aquél que emigraba
escapando de la desolación, las persecuciones, los ajustes de cuentas
vecinales, incluso disidentes del partido que ayudo a ganar esta barbarie,
instaurando una dictadura, de la que no se sabía cuando terminaría.
Sentado a medio camino, Tomas
saca una vieja pipa de olivo, la llena de tabaco de picadura, comprado en el
callejón del tuerto, donde la pareja de civiles hacía la vista gorda, siempre
que a ellos les cayera algo para sustentar a sus familias, la miseria era
generalizada y la escasez azotaba tanto a vencidos como vencedores, tan solo el
contrabando mantenía a duras penas el chorreo de necesidades básicas o superfluas
como el tabaco, y algunas tan importantes y tan escandalosamente caras como la
tan necesaria penicilina.
Cuando termina de darse ese
pequeño placer, sacude la pipa contra su mano dejando caer la ceniza y las
pocas briznas de tabaco que por el grosor más parecen astillas que tabaco
picado, es lo que hay, mete la pipa en el bolsillo y al levantar la vista
encuentra entre su casa y el viejo árbol un bulto que apenas se mueve. Un
llanto infantil le acelera el pulso y corre hasta él, tal es la sorpresa cuando
encuentra en el suelo a una mujer desvanecida que a duras penas sostiene sobre
su pecho a un recién nacido, coge el bebe y corre hasta casa para dejarlo sobre
el camastro y sale en busca de la mujer, ya con ella a cuestas parece no
pesarle, es todo huesos, el hambre y la huida han ido mermando el inmóvil
cuerpo que apenas y con gran esfuerzo, sigue luchando por sobrevivir. Una vez
en casa, prepara artesanalmente una tetina que coloca a modo de biberón sobre
su taza metálica, dando a la criatura un poco de leche, después prepara con las
ropas que encuentra, un pequeño vestuario para cambiarla y que entre en calor,
una vez echo, queda dormida en el centro del camastro, cubierta por una raída
manta, conseguida en el mercadillo de los jueves en la plaza del pueblo. Luego
se dirige a la madre, busca si tiene heridas, la limpia como buenamente puede y
la deja descansar. Marcha hacia la cocina, se sirve un vaso de vino mientras
mira con ternura a la pequeña y piensa que todo es extremo en el páramo, pero
mañana será otro día y las cosas se verán de distinta manera, como solía decir
su padre... “Amanece, que no es poco”
Epi o el Buhonero
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