martes, 4 de noviembre de 2014

El heraldo marcho dando paso a los jinetes…



Subido en el pulpito el viejo orador, extendió las manos abrió la boca y un sonido en cascada salio de la misma, las palabras caían al suelo, como piedras de una vieja torre que no pudiera mantenerse más en pie, los rostros de los asistentes miraban fijamente al orador sin verlo, hacía tiempo que asistían por pura rutina. El aire se colaba por la desvencijada puerta del hemiciclo, barría las palabras hasta juntarlas en una esquina, amontonadas, no decían nada, como un tintinear de campañillas, siempre el mismo discurso, las mismas moralejas, incluso el orador reconocía que se iban perdiendo, la solidez inicial del argumento, hasta convertirse en sonido monocorde y zumbón. Dejando a la gente indiferente, cada uno ensimismado en sus pensamientos, mirando desganadamente el reloj donde las horas parecían haber desaparecido, agujas que apuntaban al infinito, como cohetes que quisieran despegar y dejar esa luna anacarada, romper la gravedad y atravesar la esfera de cristal que las tenia presas.
Habían visto de todo, escuchado a todos, muchos de ellos asistían obligados por el que dirán, tiempos difíciles, demasiados observadores, delatores de un régimen que se iba desmoronando poco a poco, pero que en sus coletazos finales, eran tan mortales como la picadura del alacrán.
Nadie se planteaba en voz alta como habíamos caído en esa lasitud, un pueblo cuya mirada era como la del ganado cuando rumia, después de todo un día segando hierba, mirada bobina sin emociones, esperando impacientemente la hora en la que reunirse con el hacedor y dormir el sueño de los justos, para no tener que aguantar la vergüenza y la miseria injusta en la que  nos encontrábamos.
Hartos de esperar en las plazas para trabajar un jornal de sol a sol, un jornal que solo daba para un poco de pan, unos pocos arenques con más kilómetros que sustancia y un poco de aguardiente, con el que escapar de esta desidia y poder dormir de un tirón, sin sueños, sin imágenes, sin esperanza.
Tan anulados estábamos tras décadas de sumisión y miedo. Sin patria sin arraigo, hijos de nuestro tiempo, olvidados, y el futuro no era más esperanzador.
Los hijos llegaban a este valle de lágrimas tras el deseo y la urgencia, con brusquedad y sin amor. En un subirse las faldas, bajarse el pantalón, sin caricias, sin ronroneos sin una palabra amable. Semillas hueras la mayoría y las que daban su fruto, ya venían marcadas, como decía el poeta aquél, “coronas graves de sal…”



                                       *        *        *

Marcelo, sentado en la fuente del pueblo, Marcelo el aguador, Marcelo que traía entre sus manos una historia cruda, dura y áspera, como son estas historias que hablan de la bestialidad del ser humano, historias belicosas de las más rudas, las que más envenenan el corazón y ciegan el sentido.
De esas historias que empiezan con el orador, historias que nos llegan desde las ideas, de esas que a todos nos gusta escuchar, en las que nos gusta creer, por las que vale la pena luchar y arriesgar la vida y la hacienda.
Esas historias que nunca deberían de haber nacido. Cantos de Sirenas, que engañan el raciocinio, las mismas que provocan las guerras fraticidas entre familias e iguales, en esos tornados que sí o sí nos meten aquellos que viven de la palabra, que  van de pueblo en pueblo, envenenado oídos, anulando voluntades a favor de los señores de la guerra, de los poderosos que viven en grandes mansiones, de las falacias que nos exigen el esfuerzo, los brazos y a nuestros hijos.
Marcelo sabía de esas cosas, él era superviviente de una guerra sin sentido, de unas consignas que no llegaron a la razón pero que armaron a la gente, y esta ciega se lanzo a la barbarie, al holocausto como individuos, como pueblo. Para que unos cuantos instalados en el derecho, de ser lo que eran, vivir, como querían seguir viviendo, hijos hidalgos de la holganza, mantenidos por el trabajo ajeno, los mismos que compraban cuando algo se desamortizaba, expropiaba, con la intención de ser repartido entre todos y los más necesitados.
Pero la realidad es que siempre acaba en las mismas manos, en la misma oligarquía, las mismas sotanas y los tétricos uniformes con charreteras. Mientras el pueblo volvía a la miseria sempiterna, al ostracismo más absoluto, huérfanos de un guía justo y equitativo, a la espera de un rayo nuevo de luz, de algo de esperanza y Marcelo sabía que para que esto ocurriera, debía el pueblo de juntarse, todos a una, sin excepciones.

                                       *        *        *

-¡Marcelo, Marcelo!, gritaba José el Simple. Marcelo levanto la mano en forma de saludo, sonrió a José y este iba como loquillo a su encuentro.
- Tranquilo José, te esperaba para empezar la jornada, ¿o pensabas que marcharía sin ti?
José miraba a los lados nervioso, sonrojado por la urgencia, siempre llegaba tarde, apresurado y atropellándose en las palabras.
Marcelo dejaba que se fuera calmando, escuchaba pacientemente su letanía matutina, mientras sacaba de su bolsa, algo de pan con cecina, colocándola sobre la piedra de la fuente, e invitaba a desayunar a José, luego a eso de las nueve empezaban el reparto de agua, casa por casa, hablando con unos y con otros, escuchando sus quejas vespertinas, sus historias repetidas hasta la saciedad, comprobando Marcelo que a pesar de sus consejos la gente no hacía nada por salir de esa situación, no se rebelaban, tan solo escupían sus odios, juraban por lo más sagrado para terminar dando una propina a José por que así lo quería Marcelo.
La risa de José era de esas risas que la gente achaca a los locos que le ríen a la Luna cuando esta sale, como si ella les hablara, pero José reía por que le llamaban simple y el pensaba, pensaba mucho y concienzudamente y él como el resto del pueblo llegaba a conclusiones, pero no sabía como poner pie en pared a tantos abusos y desmanes. Aceptado en el pueblo, protegido por los adultos y los más viejos, correteado por los niños. Que en su inocencia llegaban a ser verdaderamente crueles con él. Subsistía haciendo favores, y encargos.
Desde que Marcelo llego al pueblo, se encargo de proteger a José, de llevarlo con él al reparto del agua, le enseñaba como había que hacerlo, las palabras que la gente humilde esperaban oír, el saludo y dedicarles el tiempo suficiente, sin abusar. Se fijaba José en todo lo que decía Marcelo, aprendía rápido, se sentía a gusto con Marcelo y este le trataba bien, no como el resto del pueblo que lo trataban con lastima como si fuera tonto.
Pobre decían las viejas cuando lo veían pasar, Dios lo ha hecho simple, un niño eterno en ese cuerpo de hombretón que se le esta poniendo.
Marcelo sabía que eso no le gustaba a José, al igual que sabía que no era tan simple como parecía a primera vista. José era de esas personas a las que le contabas algo y necesitaban algo más de tiempo que el habitual, para que pudiera contestar, eso sí cuando lo hacia, por lo general sentaba cátedra y levantaba algunas pullas, porque si algo era José es que nunca fue correctamente político, anclado en su simplicidad, José sentenciaba con todas las de la ley, al pan, pan y al vino, vino. Y no tenía otra forma de ser, sin dobleces, con la mirada limpia, sin guiños.




                                        *        *        *

A José el Simple, las noches de luna, se le podía ver en medio de la plaza, hablando solo, mirando a la luna, como si esta le contestara y entre monologo y monologo una carcajada, desencajaba el rostro de José.
¿Que no sabría la Luna de la gente de este lugar? se preguntaba José. Ella testigo desde el principio de los tiempos. Bajo su aura se mezclaban la pasión, los escarceos del amor, las más bajas pasiones los juramentos, la ira y la sangre, el filo de la navaja que nada tiene que envidiar al filo de la guadaña que porta la Señora. Las promesas y los grandes discursos, las traiciones que derivan de estos arrebatos, el contradecirse constantemente. Tal es la  condición del ser humano, desde que llego al mundo. Dar lo ajeno y prometer lo que no se tiene intención de cumplir, por que sencillamente es imposible.
Discursos que juegan con la necesidad, con la miseria, con la pobreza intelectual del vulgo. Discursos oportunistas, que no populistas pues estos son moneda de cambio de todos los oradores, de todos los vendedores de ilusiones, que se ceban en vidas peregrinas, insatisfechas, traicionadas en un momento del camino, que se quedaron solas por que el guía los abandono cuando ya no eran necesarios para sus planes.
De esto sabía mucho Marcelo, pensaba José, que se cobijaba todas las mañanas bajo ese árbol de la ciencia, que espoleaba su cerebro, haciéndole pensar una y otra vez y comparar con la visión diaria de las gentes del lugar, de cómo sus palabras traicionaban sus intenciones, ya por la necesidad de llevar algo a la mal trecha economía  familiar, ya por miedo los unos y por ignorancia los otros. ¿No seria Marcelo un agitador? y por eso la gente  recelaba algo de él, aunque esperaban a que estuviera solo y lo asaltaban a preguntas mirando siempre con desconfianza alrededor, a las ventanas veladas del vecindario o a esos paseantes, que demoraban el camino.
Decía José, que todos tenían sed, y que por eso acechaban a Marcelo para que saciara sus dudas. El discurso fluido, saber escuchar y por que no, enterarse un poco de la vida personal de él.
Una mañana antes de lo habitual, José cruzo la plaza como una exhalación, con las manos sujetas al borde del jersey donde llevaba ocultas las letras que encontrara en la esquina del oratorio, esas que se caían de la boca del orador, palabras viejas, trilladas una y otra vez, sin lustre, abandonadas a merced del olvido. José que las vio, las fue juntando todas y se las llevo esa mañana a Marcelo. Llamo a la puerta, Marcelo miro el reloj de la mesita y se extraño, quien sería a esas horas, si el agua no empezaba a repartirse hasta que no dieran las nueve en el reloj de la plaza.
José dejo sobre la mesa de la entrada, su pequeño tesoro de palabras desordenadas, pensaba que estas se podían limpiar, darle lustre y colocándolas en orden, dejar ver el secreto, la solución a los problemas que asolaban a los vecinos. Atropellándose en las palabras, miraba con ojos de esperanza a Marcelo, mientras le urgía para que ordenara ese desbarajuste que había colocado sobre su mesa.
Marcelo termino de despertarse, coloco la cafetera en el fuego, saco el pan algo de chacina y echando hacia un lado de la mesa las palabras sueltas, le pidió a José que se sentara y se calmara. -Todo a su momento decía tranquilo, todo a su momento. Mientras desayunaban, Marcelo ordenaba las palabras, dando un sentido. Donde antes había desolación, ahora y con paciencia se  podía ir vislumbrando una historia, que hacía referencia al viaje del gran  Ulises (Odiseo) y los Argonautas.
- Dice la leyenda, que Ulises deseoso de escuchar el canto de las Sirenas, y siguiendo los consejos de la maga Circe, mando que los remeros del Argos taparan sus oídos con cera para no caer en el hechizo del canto de estas y que a él lo ataran al mástil para así poder saciar su curiosidad. De esta forma gozo el gran Ulises del melodioso canto de las Sirenas… con lagrimas en los ojos, veinte años de ausencia y de guerra pasaron como un suspiro por la mente de Ulises, vio su Itaca, a su amor la bella Penélope mientras los cantos, endulzaban sus oídos haciéndole promesas de prosperidad y paz para él y los suyos. Cuando la nave salia de la influencia del canto de las Sirenas, el corazón de Ulises se entristeció y su cuerpo se retorcía de dolor, provocado por el alejamiento del canto tan cautivador y zalamero.  Dando urgencia a sus hombres por que  las cosas que le habían prometido enturbiaban su semblante, sospechando el mal que provocara tantos años de ausencia. Ahora sabía Ulises que si quería lo prometido por las sirenas, tenia que ser por su brazo y su determinación, donde hallaría la solución y no esperanzado en promesa vanas, pues aunque había grandiosidad en el discurso y mejoras de futuro, se daba cuenta que tan solo eran promesas echas al viento, rumores con los que se corría el riesgo de desaparecer…

                                       *        *        *




Hoy el viento sopla por las cuatro esquinas del pueblo
Abandonado
De sus árboles cuelgan hojas de papel en blanco
La palabra hace tiempo que se desprendió de ellas.
Solas recorren los cuatro confines a la espera de ser recogidas
                                                  *
Hoy no quedan manos
No quedan corazones ni tan siquiera razones por las que escuchar
Hoy la gente dio la espalda a las instituciones,
La vieja guardia hace tiempo que se replegó,
Nadie se fía de nadie, los rostros que pasan tienen cosidos los labios.
                                                  *
Sangre solo sangre y dolor, tangibles, cuantificables.
Fustigando conciencias,  el heraldo pasó de largo
Incendiando el país con sus consignas, buscando
Otras gentes a las que zarandear otras luchas otras causas,
Para que se dignifiquen así mismas,
Para decirles una y otra vez que ellos son la solución a sus problemas
Y no los oradores cíclicos, vendedores de humo y sueños…
                                                  *
Los mismos que robaron la hacienda
Los mismos que envilecieron la palabra
                                                  *
Hoy es el pueblo, que ha despertado de su letargo
Hoy por fin todos a una, gritan al unísono… ¡Basta!
                                       El heraldo marcho dando paso a los jinetes…
                                                                                                Epi

2 comentarios:

  1. Buen texto tronco!!!
    Las palabras recogidas bajo la Luna por el único que tuvo la curiosidad de recogerlas, que ordenadas es el episodio de "Las Sirenas" y como estas dan más sentido a las palabras escondidas en los discursos engañosos escritos por profesionales que el orador no conoce.

    ResponderEliminar
  2. Los griegos niño, llegaron antes, fueron sesudos y dejaron pocos cabos sueltos... El resto es cosa nuestra y los resultados hablan de nosotros. El resto se lo dejaremos a las sirenas.

    ResponderEliminar