Subido en el
pulpito el viejo orador, extendió las manos abrió la boca y un sonido en
cascada salio de la misma, las palabras caían al suelo, como piedras de una
vieja torre que no pudiera mantenerse más en pie, los rostros de los asistentes
miraban fijamente al orador sin verlo, hacía tiempo que asistían por pura
rutina. El aire se colaba por la desvencijada puerta del hemiciclo, barría las
palabras hasta juntarlas en una esquina, amontonadas, no decían nada, como un
tintinear de campañillas, siempre el mismo discurso, las mismas moralejas,
incluso el orador reconocía que se iban perdiendo, la solidez inicial del
argumento, hasta convertirse en sonido monocorde y zumbón. Dejando a la gente
indiferente, cada uno ensimismado en sus pensamientos, mirando desganadamente
el reloj donde las horas parecían haber desaparecido, agujas que apuntaban al
infinito, como cohetes que quisieran despegar y dejar esa luna anacarada,
romper la gravedad y atravesar la esfera de cristal que las tenia presas.
Habían visto de
todo, escuchado a todos, muchos de ellos asistían obligados por el que dirán,
tiempos difíciles, demasiados observadores, delatores de un régimen que se iba
desmoronando poco a poco, pero que en sus coletazos finales, eran tan mortales
como la picadura del alacrán.
Nadie se
planteaba en voz alta como habíamos caído en esa lasitud, un pueblo cuya mirada
era como la del ganado cuando rumia, después de todo un día segando hierba,
mirada bobina sin emociones, esperando impacientemente la hora en la que
reunirse con el hacedor y dormir el sueño de los justos, para no tener que
aguantar la vergüenza y la miseria injusta en la que nos encontrábamos.
Hartos de esperar
en las plazas para trabajar un jornal de sol a sol, un jornal que solo daba
para un poco de pan, unos pocos arenques con más kilómetros que sustancia y un
poco de aguardiente, con el que escapar de esta desidia y poder dormir de un
tirón, sin sueños, sin imágenes, sin esperanza.
Tan anulados
estábamos tras décadas de sumisión y miedo. Sin patria sin arraigo, hijos de
nuestro tiempo, olvidados, y el futuro no era más esperanzador.
Los hijos
llegaban a este valle de lágrimas tras el deseo y la urgencia, con brusquedad y
sin amor. En un subirse las faldas, bajarse el pantalón, sin caricias, sin
ronroneos sin una palabra amable. Semillas hueras la mayoría y las que daban su
fruto, ya venían marcadas, como decía el poeta aquél, “coronas graves de sal…”
* * *
Marcelo, sentado
en la fuente del pueblo, Marcelo el aguador, Marcelo que traía entre sus manos
una historia cruda, dura y áspera, como son estas historias que hablan de la
bestialidad del ser humano, historias belicosas de las más rudas, las que más
envenenan el corazón y ciegan el sentido.
De esas historias
que empiezan con el orador, historias que nos llegan desde las ideas, de esas
que a todos nos gusta escuchar, en las que nos gusta creer, por las que vale la
pena luchar y arriesgar la vida y la hacienda.
Esas historias
que nunca deberían de haber nacido. Cantos de Sirenas, que engañan el raciocinio,
las mismas que provocan las guerras fraticidas entre familias e iguales, en
esos tornados que sí o sí nos meten aquellos que viven de la palabra, que van de pueblo en pueblo, envenenado oídos,
anulando voluntades a favor de los señores de la guerra, de los poderosos que
viven en grandes mansiones, de las falacias que nos exigen el esfuerzo, los
brazos y a nuestros hijos.
Marcelo sabía de
esas cosas, él era superviviente de una guerra sin sentido, de unas consignas
que no llegaron a la razón pero que armaron a la gente, y esta ciega se lanzo a
la barbarie, al holocausto como individuos, como pueblo. Para que unos cuantos
instalados en el derecho, de ser lo que eran, vivir, como querían seguir
viviendo, hijos hidalgos de la holganza, mantenidos por el trabajo ajeno, los
mismos que compraban cuando algo se desamortizaba, expropiaba, con la intención
de ser repartido entre todos y los más necesitados.
Pero la realidad
es que siempre acaba en las mismas manos, en la misma oligarquía, las mismas
sotanas y los tétricos uniformes con charreteras. Mientras el pueblo volvía a
la miseria sempiterna, al ostracismo más absoluto, huérfanos de un guía justo y
equitativo, a la espera de un rayo nuevo de luz, de algo de esperanza y Marcelo
sabía que para que esto ocurriera, debía el pueblo de juntarse, todos a una,
sin excepciones.
* * *
-¡Marcelo,
Marcelo!, gritaba José el Simple. Marcelo levanto la mano en forma de saludo,
sonrió a José y este iba como loquillo a su encuentro.
- Tranquilo
José, te esperaba para empezar la jornada, ¿o pensabas que marcharía sin ti?
José miraba a
los lados nervioso, sonrojado por la urgencia, siempre llegaba tarde,
apresurado y atropellándose en las palabras.
Marcelo dejaba
que se fuera calmando, escuchaba pacientemente su letanía matutina, mientras
sacaba de su bolsa, algo de pan con cecina, colocándola sobre la piedra de la
fuente, e invitaba a desayunar a José, luego a eso de las nueve empezaban el
reparto de agua, casa por casa, hablando con unos y con otros, escuchando sus
quejas vespertinas, sus historias repetidas hasta la saciedad, comprobando
Marcelo que a pesar de sus consejos la gente no hacía nada por salir de esa
situación, no se rebelaban, tan solo escupían sus odios, juraban por lo más
sagrado para terminar dando una propina a José por que así lo quería Marcelo.
La risa de José
era de esas risas que la gente achaca a los locos que le ríen a la Luna cuando esta sale, como
si ella les hablara, pero José reía por que le llamaban simple y el pensaba,
pensaba mucho y concienzudamente y él como el resto del pueblo llegaba a
conclusiones, pero no sabía como poner pie en pared a tantos abusos y desmanes.
Aceptado en el pueblo, protegido por los adultos y los más viejos, correteado
por los niños. Que en su inocencia llegaban a ser verdaderamente crueles con
él. Subsistía haciendo favores, y encargos.
Desde que
Marcelo llego al pueblo, se encargo de proteger a José, de llevarlo con él al
reparto del agua, le enseñaba como había que hacerlo, las palabras que la gente
humilde esperaban oír, el saludo y dedicarles el tiempo suficiente, sin abusar.
Se fijaba José en todo lo que decía Marcelo, aprendía rápido, se sentía a gusto
con Marcelo y este le trataba bien, no como el resto del pueblo que lo trataban
con lastima como si fuera tonto.
Pobre decían las
viejas cuando lo veían pasar, Dios lo ha hecho simple, un niño eterno en ese
cuerpo de hombretón que se le esta poniendo.
Marcelo sabía
que eso no le gustaba a José, al igual que sabía que no era tan simple como parecía
a primera vista. José era de esas personas a las que le contabas algo y
necesitaban algo más de tiempo que el habitual, para que pudiera contestar, eso
sí cuando lo hacia, por lo general sentaba cátedra y levantaba algunas pullas,
porque si algo era José es que nunca fue correctamente político, anclado en su
simplicidad, José sentenciaba con todas las de la ley, al pan, pan y al vino,
vino. Y no tenía otra forma de ser, sin dobleces, con la mirada limpia, sin
guiños.
* * *
A José el Simple,
las noches de luna, se le podía ver en medio de la plaza, hablando solo,
mirando a la luna, como si esta le contestara y entre monologo y monologo una
carcajada, desencajaba el rostro de José.
¿Que no sabría la Luna de la gente de este
lugar? se preguntaba José. Ella testigo desde el principio de los tiempos. Bajo
su aura se mezclaban la pasión, los escarceos del amor, las más bajas pasiones
los juramentos, la ira y la sangre, el filo de la navaja que nada tiene que
envidiar al filo de la guadaña que porta la Señora. Las promesas y los
grandes discursos, las traiciones que derivan de estos arrebatos, el
contradecirse constantemente. Tal es la condición del ser humano, desde que llego al
mundo. Dar lo ajeno y prometer lo que no se tiene intención de cumplir, por que
sencillamente es imposible.
Discursos que
juegan con la necesidad, con la miseria, con la pobreza intelectual del vulgo. Discursos
oportunistas, que no populistas pues estos son moneda de cambio de todos los
oradores, de todos los vendedores de ilusiones, que se ceban en vidas peregrinas,
insatisfechas, traicionadas en un momento del camino, que se quedaron solas por
que el guía los abandono cuando ya no eran necesarios para sus planes.
De esto sabía
mucho Marcelo, pensaba José, que se cobijaba todas las mañanas bajo ese árbol
de la ciencia, que espoleaba su cerebro, haciéndole pensar una y otra vez y
comparar con la visión diaria de las gentes del lugar, de cómo sus palabras traicionaban
sus intenciones, ya por la necesidad de llevar algo a la mal trecha
economía familiar, ya por miedo los unos
y por ignorancia los otros. ¿No seria Marcelo un agitador? y por eso la gente recelaba algo de él, aunque esperaban a que
estuviera solo y lo asaltaban a preguntas mirando siempre con desconfianza
alrededor, a las ventanas veladas del vecindario o a esos paseantes, que
demoraban el camino.
Decía José, que
todos tenían sed, y que por eso acechaban a Marcelo para que saciara sus dudas.
El discurso fluido, saber escuchar y por que no, enterarse un poco de la vida
personal de él.
Una mañana antes
de lo habitual, José cruzo la plaza como una exhalación, con las manos sujetas
al borde del jersey donde llevaba ocultas las letras que encontrara en la
esquina del oratorio, esas que se caían de la boca del orador, palabras viejas,
trilladas una y otra vez, sin lustre, abandonadas a merced del olvido. José que
las vio, las fue juntando todas y se las llevo esa mañana a Marcelo. Llamo a la
puerta, Marcelo miro el reloj de la mesita y se extraño, quien sería a esas
horas, si el agua no empezaba a repartirse hasta que no dieran las nueve en el
reloj de la plaza.
José dejo sobre
la mesa de la entrada, su pequeño tesoro de palabras desordenadas, pensaba que
estas se podían limpiar, darle lustre y colocándolas en orden, dejar ver el
secreto, la solución a los problemas que asolaban a los vecinos. Atropellándose
en las palabras, miraba con ojos de esperanza a Marcelo, mientras le urgía para
que ordenara ese desbarajuste que había colocado sobre su mesa.
Marcelo termino
de despertarse, coloco la cafetera en el fuego, saco el pan algo de chacina y
echando hacia un lado de la mesa las palabras sueltas, le pidió a José que se
sentara y se calmara. -Todo a su momento decía tranquilo, todo a su momento. Mientras
desayunaban, Marcelo ordenaba las palabras, dando un sentido. Donde antes había
desolación, ahora y con paciencia se
podía ir vislumbrando una historia, que hacía referencia al viaje del
gran Ulises (Odiseo) y los Argonautas.
- Dice la
leyenda, que Ulises deseoso de escuchar el canto de las Sirenas, y siguiendo
los consejos de la maga Circe, mando que los remeros del Argos taparan sus
oídos con cera para no caer en el hechizo del canto de estas y que a él lo
ataran al mástil para así poder saciar su curiosidad. De esta forma gozo el
gran Ulises del melodioso canto de las Sirenas… con lagrimas en los ojos,
veinte años de ausencia y de guerra pasaron como un suspiro por la mente de
Ulises, vio su Itaca, a su amor la bella Penélope mientras los cantos,
endulzaban sus oídos haciéndole promesas de prosperidad y paz para él y los
suyos. Cuando la nave salia de la influencia del canto de las Sirenas, el
corazón de Ulises se entristeció y su cuerpo se retorcía de dolor, provocado
por el alejamiento del canto tan cautivador y zalamero. Dando urgencia a sus hombres por que las cosas que le habían prometido enturbiaban
su semblante, sospechando el mal que provocara tantos años de ausencia. Ahora
sabía Ulises que si quería lo prometido por las sirenas, tenia que ser por su
brazo y su determinación, donde hallaría la solución y no esperanzado en
promesa vanas, pues aunque había grandiosidad en el discurso y mejoras de
futuro, se daba cuenta que tan solo eran promesas echas al viento, rumores con
los que se corría el riesgo de desaparecer…
* * *
Hoy el viento
sopla por las cuatro esquinas del pueblo
Abandonado
De sus árboles
cuelgan hojas de papel en blanco
La palabra hace
tiempo que se desprendió de ellas.
Solas recorren
los cuatro confines a la espera de ser recogidas
*
Hoy no quedan
manos
No quedan
corazones ni tan siquiera razones por las que escuchar
Hoy la gente dio
la espalda a las instituciones,
La vieja guardia
hace tiempo que se replegó,
Nadie se fía de
nadie, los rostros que pasan tienen cosidos los labios.
*
Sangre solo
sangre y dolor, tangibles, cuantificables.
Fustigando
conciencias, el heraldo pasó de largo
Incendiando el país
con sus consignas, buscando
Otras gentes a
las que zarandear otras luchas otras causas,
Para que se
dignifiquen así mismas,
Para decirles
una y otra vez que ellos son la solución a sus problemas
Y no los
oradores cíclicos, vendedores de humo y sueños…
*
Los mismos que
robaron la hacienda
Los mismos que envilecieron
la palabra
*
Hoy es el
pueblo, que ha despertado de su letargo
Hoy por fin
todos a una, gritan al unísono… ¡Basta!
El
heraldo marcho dando paso a los jinetes…
Epi
Buen texto tronco!!!
ResponderEliminarLas palabras recogidas bajo la Luna por el único que tuvo la curiosidad de recogerlas, que ordenadas es el episodio de "Las Sirenas" y como estas dan más sentido a las palabras escondidas en los discursos engañosos escritos por profesionales que el orador no conoce.
Los griegos niño, llegaron antes, fueron sesudos y dejaron pocos cabos sueltos... El resto es cosa nuestra y los resultados hablan de nosotros. El resto se lo dejaremos a las sirenas.
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