martes, 11 de noviembre de 2014

La primera vez… el primer amor




Tiempo, solo un poco más de tiempo, no pedía nada más. Cansado sentado en el suelo en medio de la nada más absoluta, arreciaba cada vez más el viento y este hacia que la lluvia estuviese en constante movimiento, una cortina densa que se desplaza al capricho de Eolo, no le dejaba ver más allá  de su brazo extendido, el cual parecía querer tocar o coger algo que tan solo él, vislumbraba. Supongo que las cosas se le fueron complicando, no hacer nada, como hacerlo mal, era casi sinónimo de rendición y eso le martirizaba sobre manera.
No entendía como pudo pasar, “designios del Señor” no se cansaba su madre de repetírselo, y él, que en estas cuestiones andaba pez, falto de fe, no sabia a qué o quién encomendarse. Diecisiete años, toda una vida por delante y vino a enamorarse de Carmela  mucha mujer para él, mira que se lo decía su hermana, que es tu maestra y te saca ocho años, ¡pero dale!, andaba como los románticos trasnochados, pálido desaliñado, rumiando su pena de ausencia, su pena de amor, ¿por qué tuvo que marcharse?, ¡por qué ceñirse tanto a las normas sociales!, podía haberlo pensado antes, haberle dicho no, y pasar pagina.
A quién quería engañar, si desde que llego al instituto, la maestra de literatura, no dejo de mirarla, avivando el deseo, despacio uno se fue metiendo en la piel del otro, caricias encubiertas en simples roces y disculpas, miradas furtivas que eran cazadas al vuelo por uno y otro. Un sí incondicional, a todo lo que hacían o decían, quedar para repasar en particulares, despejar las dudas. ¡Las dudas pensaba!, ¿qué dudas? cuando darían el paso, tanto melindre, para asaltarse, dar ese viaje a la humedad, coger por derecho el deseo y hacerlo realidad, sin rodeos sin tanto cortejo absurdo.
Esa noche de carnaval, los puso en su sitio, fiesta de la carne, lujuria y pecado “ni que yacer con el amor fuera pecado” a donde íbamos a parar con tanta chaladura, ella iba radiante, un vestido blanco de lino, una gargantilla con una pequeña esmeralda y en el pelo recogido en una graciosa trenza que salían de sus sienes rodeando la cabeza y entrelazando en una cola, caía dócil por su espalda, una fina redecilla de plata bellamente labrada, a modo de pañuelo sobre la cabeza, rematada por una perla, que como gota de agua lechosa y galáctica, devolvía los destellos de luz que atrapaba, más hermosos si cabe aun, recuerdo de familia.
Los ojos ligeramente pintados, los finos labios, frontera de su boca y una barbilla delicada, redonda ponían límite a ese conjunto de perfección que era su rostro. Se buscaron toda la noche, disculpándose con los  de más, no encontrando el momento para quedarse a solas y no ser sorprendidos por gente ociosa.
Casi todos se habían retirado de la fiesta hace algunas horas, tan solo quedaban los crápulas de siempre, esos que no tienen nunca prisa por llegar a casa, esos que sienten el refugio como una desolada covacha. Los mismos que dejaron de amar y tan solo se lanzaban a la aventura del destino y las artes, para esa noche poder despedir por unas horas a la soledad y disfrutar de un cuerpo calido que no fuera el auto abrazo que se dedicaban ellos mismos. Esas citas donde no hay feos ni feas, donde las faltas se sanean con dos dedos de alcohol y todos están estupendos. Y es que en estos casos y a estas alturas de la vida, más vale feo o fea en mano que la autosuficiencia, sórdida sin autoestima, vamos ¡un quítame allá esas pajas! Placer momentáneo, no exento de contrición que en un lavarse las manos como Pilatos, aquí no ha pasado nada, y nada pasa en esas soledades, al día siguiente la mirada vidriada, un denotar que no hubo “ná de ná”.
Él a su corta edad sabía demasiado de esa sensación de vació, de esos muertos en las sabanas o en la loza del inodoro. tan complicados los seres humanos, tan controladores que al final por algún lado tenia que romperse el costal, dejando una fea sensación de culpa y fracaso, tan pejigueras que estrangulaban el deseo, convirtiendo el placer en un calvario y un ejercicio de resistencia pura. Para luego cuando se volvieran a ver, contar milongas de noches dislocas, con todo lujo de detalles, y es que el hambre agudiza el ingenio, y más aun en este de las relaciones, donde todos mienten y todos lo saben.
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Carmela se quedo prendada del muchacho en cuanto lo vio, le gustaba físicamente, despacio lo fue atrapando en su red. Haría como siempre, tenia esa ventaja de ser eventual y cada año un destino distinto, otros institutos otros pueblos y otras gentes, que a veces no llegaba a distinguir. Culo de mal asiento, solo tenia claro que vivir eran dos días, la juventud tres y morirse toda una eternidad rodeada de la nada más absoluta y fría, pero de igual manera sabía que el tiempo que media entre la vejez, las carnes flácidas, de esa metamorfosis odiosa que sufrían los cuerpos con el devenir de los años y la actitud que tomaba la vida, tan sumisa y avinagrada ante la pasividad de lo evidente, que es estar más muerto en vida, con las expectativas de mejorar a cero. Invitaban a amar, aunque solo fuera físicamente, sin ataduras, poder compartir lo mejor de ella con lo mejor de él.
Juventud  y bellezas pasajeras, antes de que el placer por la vida, el deseo de los cuerpos desapareciera dejando paso a la lasitud y al remordimiento de no  haber amado o despertar por un momento feliz y acompañada, jugar a ser naturales, que de eso trata un buen desliz en condiciones y no hacerse más sangre por lo que otros pensaran. Por que la sociedad le había dado por delimitar las pasiones, en ese intento infructuoso por poner puertas al campo.

Sentía que esta vez haría daño, dejaría mella en ese corazón, y aunque no era su intención hacer daño, por la mañana marcharía, tal como llego. Fue cobarde, no supo como decirle que se marchaba para nunca volver, que habían aprobado un proyecto para un intercambio de maestros entre Florencia y Andalucía. Y ella que siempre había soñado con Italia no lo dudo dos veces.
Se despertó antes que él y lo estuvo mirando a su antojo, divino tesoro la juventud, divino y breve si no se sacaba partido del lento madurar, ese que sin querer en un decir ¡Jesús! ya te esta pintando canas y la gravedad que manda lo suyo te obliga a encorvar la espalda como si tus últimos años fuesen de solicitud del perdón de tus pecados, arrastrar el decrepito cuerpo con todas sus goteras y un dolor en el corazón de aquel que se siente traicionado por el tiempo y empieza pero tarde a comprender que nada es para siempre y ve como se ralentiza la agonía, el arrastrar los pies más que pasear, en busca de ese cementerio de elefantes donde yacen para el resto las hermosas flores que no recolectamos en su momento y que hoy como triste corona sin olor ni color, se desmoronan, quedando apelmazadas en el suelo, por que ni el viento se interesa en moverlas a otra parte. 
                                                   *      *      *
Dejo un beso en su pecho y unas palabras de consuelo sobre el papel, salió escopeteada de la habitación y tomo el primer coche que la llevara a la estación de trenes, montada ya en su compartimiento, el rostro cubierto por su camisa hasta la nariz, retroalimentando con avidez el recuerdo de esa noche, una copa de vino alzada al universo y un débil adiós mezclado con el silbido del tren. Despertaron a Ramón, sumiéndolo en esta soledad, en medio de la nada, bajo una lluvia disloca que el viento se encarga en desplazar, confundiendo las lagrimas de su primer amor en todos los sentidos, con la perdida de la inocencia…
                                                                                                  Epi

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