Tiempo, solo un
poco más de tiempo, no pedía nada más. Cansado sentado en el suelo en medio de
la nada más absoluta, arreciaba cada vez más el viento y este hacia que la
lluvia estuviese en constante movimiento, una cortina densa que se desplaza al
capricho de Eolo, no le dejaba ver más allá
de su brazo extendido, el cual parecía querer tocar o coger algo que tan
solo él, vislumbraba. Supongo que las cosas se le fueron complicando, no hacer
nada, como hacerlo mal, era casi sinónimo de rendición y eso le martirizaba
sobre manera.
No entendía como
pudo pasar, “designios del Señor” no se cansaba su madre de repetírselo, y él,
que en estas cuestiones andaba pez, falto de fe, no sabia a qué o quién
encomendarse. Diecisiete años, toda una vida por delante y vino a enamorarse de
Carmela mucha mujer para él, mira que se
lo decía su hermana, que es tu maestra y te saca ocho años, ¡pero dale!, andaba
como los románticos trasnochados, pálido desaliñado, rumiando su pena de
ausencia, su pena de amor, ¿por qué tuvo que marcharse?, ¡por qué ceñirse tanto
a las normas sociales!, podía haberlo pensado antes, haberle dicho no, y pasar
pagina.
A quién quería
engañar, si desde que llego al instituto, la maestra de literatura, no dejo de
mirarla, avivando el deseo, despacio uno se fue metiendo en la piel del otro,
caricias encubiertas en simples roces y disculpas, miradas furtivas que eran
cazadas al vuelo por uno y otro. Un sí incondicional, a todo lo que hacían o
decían, quedar para repasar en particulares, despejar las dudas. ¡Las dudas
pensaba!, ¿qué dudas? cuando darían el paso, tanto melindre, para asaltarse,
dar ese viaje a la humedad, coger por derecho el deseo y hacerlo realidad, sin
rodeos sin tanto cortejo absurdo.
Esa noche de
carnaval, los puso en su sitio, fiesta de la carne, lujuria y pecado “ni que
yacer con el amor fuera pecado” a donde íbamos a parar con tanta chaladura,
ella iba radiante, un vestido blanco de lino, una gargantilla con una pequeña
esmeralda y en el pelo recogido en una graciosa trenza que salían de sus sienes
rodeando la cabeza y entrelazando en una cola, caía dócil por su espalda, una
fina redecilla de plata bellamente labrada, a modo de pañuelo sobre la cabeza,
rematada por una perla, que como gota de agua lechosa y galáctica, devolvía los
destellos de luz que atrapaba, más hermosos si cabe aun, recuerdo de familia.
Los ojos
ligeramente pintados, los finos labios, frontera de su boca y una barbilla
delicada, redonda ponían límite a ese conjunto de perfección que era su rostro.
Se buscaron toda la noche, disculpándose con los de más, no encontrando el momento para
quedarse a solas y no ser sorprendidos por gente ociosa.
Casi todos se habían
retirado de la fiesta hace algunas horas, tan solo quedaban los crápulas de
siempre, esos que no tienen nunca prisa por llegar a casa, esos que sienten el
refugio como una desolada covacha. Los mismos que dejaron de amar y tan solo se
lanzaban a la aventura del destino y las artes, para esa noche poder despedir
por unas horas a la soledad y disfrutar de un cuerpo calido que no fuera el
auto abrazo que se dedicaban ellos mismos. Esas citas donde no hay feos ni
feas, donde las faltas se sanean con dos dedos de alcohol y todos están
estupendos. Y es que en estos casos y a estas alturas de la vida, más vale feo
o fea en mano que la autosuficiencia, sórdida sin autoestima, vamos ¡un quítame
allá esas pajas! Placer momentáneo, no exento de contrición
que en un lavarse las manos como Pilatos, aquí no ha pasado nada, y nada pasa
en esas soledades, al día siguiente la mirada vidriada, un denotar que no hubo
“ná de ná”.
Él a su corta
edad sabía demasiado de esa sensación de vació, de esos muertos en las sabanas
o en la loza del inodoro. tan complicados los seres humanos, tan controladores
que al final por algún lado tenia que romperse el costal, dejando una fea
sensación de culpa y fracaso, tan pejigueras que estrangulaban el deseo,
convirtiendo el placer en un calvario y un ejercicio de resistencia pura. Para
luego cuando se volvieran a ver, contar milongas de noches dislocas, con todo
lujo de detalles, y es que el hambre agudiza el ingenio, y más aun en este de
las relaciones, donde todos mienten y todos lo saben.
* * *
Carmela se quedo
prendada del muchacho en cuanto lo vio, le gustaba físicamente, despacio lo fue
atrapando en su red. Haría como siempre, tenia esa ventaja de ser eventual y
cada año un destino distinto, otros institutos otros pueblos y otras gentes,
que a veces no llegaba a distinguir. Culo de mal asiento, solo tenia claro que
vivir eran dos días, la juventud tres y morirse toda una eternidad rodeada de
la nada más absoluta y fría, pero de igual manera sabía que el tiempo que media
entre la vejez, las carnes flácidas, de esa metamorfosis odiosa que sufrían los
cuerpos con el devenir de los años y la actitud que tomaba la vida, tan sumisa
y avinagrada ante la pasividad de lo evidente, que es estar más muerto en vida,
con las expectativas de mejorar a cero. Invitaban a amar, aunque solo fuera
físicamente, sin ataduras, poder compartir lo mejor de ella con lo mejor de él.
Juventud y bellezas pasajeras, antes de que el placer
por la vida, el deseo de los cuerpos desapareciera dejando paso a la lasitud y
al remordimiento de no haber amado o
despertar por un momento feliz y acompañada, jugar a ser naturales, que de eso
trata un buen desliz en condiciones y no hacerse más sangre por lo que otros
pensaran. Por que la sociedad le había dado por delimitar las pasiones, en ese
intento infructuoso por poner puertas al campo.
Sentía que esta
vez haría daño, dejaría mella en ese corazón, y aunque no era su intención
hacer daño, por la mañana marcharía, tal como llego. Fue cobarde, no supo como
decirle que se marchaba para nunca volver, que habían aprobado un proyecto para
un intercambio de maestros entre Florencia y Andalucía. Y ella que siempre
había soñado con Italia no lo dudo dos veces.
Se despertó
antes que él y lo estuvo mirando a su antojo, divino tesoro la juventud, divino
y breve si no se sacaba partido del lento madurar, ese que sin querer en un
decir ¡Jesús! ya te esta pintando canas y la gravedad que manda lo suyo te
obliga a encorvar la espalda como si tus últimos años fuesen de solicitud del perdón
de tus pecados, arrastrar el decrepito cuerpo con todas sus goteras y un dolor
en el corazón de aquel que se siente traicionado por el tiempo y empieza pero
tarde a comprender que nada es para siempre y ve como se ralentiza la agonía,
el arrastrar los pies más que pasear, en busca de ese cementerio de elefantes
donde yacen para el resto las hermosas flores que no recolectamos en su momento
y que hoy como triste corona sin olor ni color, se desmoronan, quedando
apelmazadas en el suelo, por que ni el viento se interesa en moverlas a otra
parte.
* * *
Dejo un beso en
su pecho y unas palabras de consuelo sobre el papel, salió escopeteada de la
habitación y tomo el primer coche que la llevara a la estación de trenes, montada
ya en su compartimiento, el rostro cubierto por su camisa hasta la nariz, retroalimentando
con avidez el recuerdo de esa noche, una copa de vino alzada al universo y un
débil adiós mezclado con el silbido del tren. Despertaron a Ramón, sumiéndolo
en esta soledad, en medio de la nada, bajo una lluvia disloca que el viento se
encarga en desplazar, confundiendo las lagrimas de su primer amor en todos los
sentidos, con la perdida de la inocencia…
Epi
Epi
No hay comentarios:
Publicar un comentario