Sucedió en el páramo, exactamente en el último valle, antes de entrar en la
montaña, la luna en cuarto creciente, un cielo casi vacío de estrellas, tan
solo el lucero, compañero eterno de tan alta Señora, fue testigo mudo de este
encuentro, de esta pequeña carrera de amor, de la autodestrucción de dos almas
gemelas, de dos amores que contra viento y marea, sorteaban las prohibiciones
como mejor podían. En las sombras protectoras al amparo de miradas envidiosas,
al amparo de las clases sociales. Un hombre y una mujer atraviesan el manto
blanco del algodonal, sin sentir las heridas, trastabillando, sin llegar a caer
completamente en el suelo, en la negra tierra, negándose a desaparecer,
corriendo uno a los brazos del otro. Manuel y Lucía, Lucía y Manuel, la frente perlada, la respiración
entrecortada y un quejido se confunden con el suspiro del amor, del deseo de
dos cuerpos que se han de encontrar.
Corrían desbocados uno al encuentro del otro, tragedia
sin palabras, atravesando los moteados cultivos de algodón, campo níveo y traicionero.
Jirones de ropa, de piel quedaban prendados, entre las espinas de tan blando
fruto. Desgarrones al viento como viejas banderas de plegarias, pidiéndoles a
los dioses que los tuviesen en su favor.
sin aliento, apenas sin forma dos cuerpos celestes, erosionándose
en esa loca carrera que acabara por desaparecerlos, amasijo de tendones
desgarrados, en tan frenético encuentro, cuerpos que más que abrazarse, caen por
el dolor y el agotamiento uno encima de otro. Labios que se funden en un largo
beso, como si quisieran beberse uno en el otro, mezclarse y desaparecer,
gemidos de pasión, de ira y dolor. Contra viento y marea oleadas de un último
amor. ¿Quién pone puertas al campo? ¿quién intenta razonarle al amor?
Luna en cuarto creciente, vacío de estrellas, tan solo
el lucero es testigo mudo de este amor, testigo de esta tragedia en un acto. Un
fogonazo de luz desbela los cuerpos de un joven de 20 años, de diecisiete su
amor. Breve luminaria que el viento deshace, en una explosión, millares de
gotas de rubís, salpicando el espacio, tiñendo de rojo los algodonales. Luz efímera
que desaparece oscureciendolo todo.
En la alborada, con los primeros rayos de luz, un
hombre entra buscando a su hijo y por la otra punta del algodonal, una mujer
con el rostro crispado llama a su hija. Se encuentran hombre y mujer de
frente y no dan credito a lo que ven. En el centro macizos de rosa
rojas, de fino terciopelo, recamadas por el rocío, ella delicadamente coge
entre sus manos una de entre todas y al tacto se da cuenta que es algodón y el
dolor agudo le invade, la apresa parando el tiempo, rompiendo el grito en su
garganta, no encuentra salida y son sus ojos los que hablan en diamantinas
lagrimas. Y solo entonces es cuando entiende, que su pequeña no volverá, que
tendrá que buscarla en la noche, donde habitan los recuerdos y vuelven las
ausencias.
Él comprende ahora su intransigencia, cuando su hijo
le dijo que era amor, y el no quiso escuchar… ahora entienden los dos que no
hay resurrección.
…Ahora solos, con el
eco de su eterno adiós
Epi
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