miércoles, 1 de octubre de 2014

Sucedió...



Sucedió en el páramo, exactamente  en el último valle, antes de entrar en la montaña, la luna en cuarto creciente, un cielo casi vacío de estrellas, tan solo el lucero, compañero eterno de tan alta Señora, fue testigo mudo de este encuentro, de esta pequeña carrera de amor, de la autodestrucción de dos almas gemelas, de dos amores que contra viento y marea, sorteaban las prohibiciones como mejor podían. En las sombras protectoras al amparo de miradas envidiosas, al amparo de las clases sociales. Un hombre y una mujer atraviesan el manto blanco del algodonal, sin sentir las heridas, trastabillando, sin llegar a caer completamente en el suelo, en la negra tierra, negándose a desaparecer, corriendo uno a los brazos del otro. Manuel y Lucía, Lucía  y Manuel, la frente perlada, la respiración entrecortada y un quejido se confunden con el suspiro del amor, del deseo de dos cuerpos que se han de encontrar.
Corrían desbocados uno al encuentro del otro, tragedia sin palabras, atravesando los moteados cultivos de algodón, campo níveo y traicionero. Jirones de ropa, de piel quedaban prendados, entre las espinas de tan blando fruto. Desgarrones al viento como viejas banderas de plegarias, pidiéndoles a los dioses que los tuviesen en su favor.
sin aliento, apenas sin forma dos cuerpos celestes, erosionándose en esa loca carrera que acabara por desaparecerlos, amasijo de tendones desgarrados, en tan frenético encuentro, cuerpos que más que abrazarse, caen por el dolor y el agotamiento uno encima de otro. Labios que se funden en un largo beso, como si quisieran beberse uno en el otro, mezclarse y desaparecer, gemidos de pasión, de ira y dolor. Contra viento y marea oleadas de un último amor. ¿Quién pone puertas al campo? ¿quién intenta razonarle al amor?
Luna en cuarto creciente, vacío de estrellas, tan solo el lucero es testigo mudo de este amor, testigo de esta tragedia en un acto. Un fogonazo de luz desbela los cuerpos de un joven de 20 años, de diecisiete su amor. Breve luminaria que el viento deshace, en una explosión, millares de gotas de rubís, salpicando el espacio, tiñendo de rojo los algodonales. Luz efímera que desaparece oscureciendolo todo.

En la alborada, con los primeros rayos de luz, un hombre entra buscando a su hijo y por la otra punta del algodonal, una mujer con el rostro crispado llama a su hija. Se encuentran hombre y mujer de frente  y no dan credito a  lo que ven. En el centro macizos de rosa rojas, de fino terciopelo, recamadas por el rocío, ella delicadamente coge entre sus manos una de entre todas y al tacto se da cuenta que es algodón y el dolor agudo le invade, la apresa parando el tiempo, rompiendo el grito en su garganta, no encuentra salida y son sus ojos los que hablan en diamantinas lagrimas. Y solo entonces es cuando entiende, que su pequeña no volverá, que tendrá que buscarla en la noche, donde habitan los recuerdos y vuelven las ausencias.
Él comprende ahora su intransigencia, cuando su hijo le dijo que era amor, y el no quiso escuchar… ahora entienden los dos que no hay resurrección.
…Ahora solos, con el  eco de su eterno adiós
                                                                                                                            Epi

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