Tantos años de clandestinidad, tantas vidas suplantadas,
personas, nombres y oficios que ya ni él mismo sabía a ciencia cierta quien
era. En la vieja pensión de la calle Libertad.
Tomás que así se llamaba ahora,
se desperezaba como gato sarnoso, una luz lechosa entraba a duras penas por la
raquítica ventana, si es que a eso se podía llamar a tal, cosa, más bien
parecía un ojo de buey deformado, con un trapo por cortina donde se amontonaban
las maculas de viejas moscas y un sinfín de parásitos que durante la noche
mortificaban su cuerpo abotargado por el alcohol. Con los años fue perdiendo el
encanto y empaque de su aventura como clandestino en el ala izquierdista, con
más romanticismo que devoción.
Tomás bajo a la calle dirección a la plaza de Chueca
donde aun se podía tomar un vermú a la antigua usanza, mostrador inclinado por
donde bajaban los vasos en difícil equilibrio con el liquido reparador, después
un enjuague y vuelta a rodar el baso. Seguía situándose en una esquina donde
podía observar a todo el que entraba, sin el esfuerzo de parecer curioso. Sacaba
un cigarrillo y a lo Humphrey Bogart se lo colocaba en los labios mientras el
humo subía paralelo al rostro obligándole a entornar el ojo derecho, parecía
que ese ojo taladrara todo lo que se ponía en su campo de visión, cuando se
enfadaba lo utilizaba y aquel que por
desgracia caía en su encanto, no sabía si temblar o admirar ese aplomo que
emanaba de su persona.
Siempre le gusto ser ese tipo de galán, que tan buenos
resultados le diera en sus correrías nocturnas, después de haber echo la
entrega de documentos y consignas o de haber culminado el paso fronterizo con
algún compañero demasiado señalado por el régimen. El mismo régimen que las
armas, la indecencia de sus correligionarios y el abandono de los aliados en
Europa habían conseguido afianzar durante cuarenta grises años.
Siempre había ido por libre, desde que entro en la célula
del partido no consintió que lo dirigieran ni que hiciera apostasía de su
anarquismo. A los jefazos nunca les gusto mucho esta oveja descarriada, pero
cuando había que hacer un trabajo de riesgo y llevarlo a buen puerto siempre se
lo encargaban al Solitario como ellos lo llamaban. Nunca estaba aparentemente
presente cuando le mandaban las instrucciones, de una memoria prodigiosa no
perdía detalle. Los jefes debían de conformarse contactar con una sombra o
entregar la documentación a un personaje de paja, normalmente a una mujer, a la
que enamoraba en las vísperas del contacto y a la que seguía en la sombra por
si a esos descerebrados se les ocurría aplicarle el tercer grado para que les
diera pistas, sobre el Solitario, de su persona y a que se dedicaba en ese
momento. De natural el enlace de turno andaba tan perdida de ese hombre que era
imposible sacar nada en claro.
En los últimos años las cosas se le habían complicado con
la gente del partido y ese paso del régimen a una dudosa democracia floreada de
buenas intenciones, ya no hacía falta, era un dinosaurio de la vieja guardia
-¿de que vieja guardia?, trataba de imaginar José y por
que querían quitarlo de en medio, si tan buenos servicios había prestado el
partido…
Le habían contado que cinco años antes, había tenido una
discusión con un pez gordo afincado en Francia, en el exilio. Había estado allí en casa de este pez gordo y
eso tenía pinta de todo, menos de exilio. El tío vivía a todo tren, un histórico
decían los babosos que se acababan de incorporar, niñatos jóvenes inexpertos,
muy versados en las teorías y muy leídos ellos, con la memoria fresca de
ideales que ya sonaban a trasnochados y en los que le gente ya ni se
interesaban.
Los cambios estaban próximos y los muy buitres tan solo
estaban tomando posiciones para salir en los mejores puestos.
No le extrañaba que Tomás hubiera estallado y se encarara
con el Histórico de las narices, dándole un somero repaso con la mano abierta,
sobre la honorabilidad las ideas y lealtades a la memoria de tantas vidas
sacrificadas y recordándole que muchos habían perdido todo en el camino, para que ahora él “histórico de los cojones”
lo tirara todo por la borda.
No sabe si le quedo algo claro, a aquel personajillo, de lo que Tomás le recordara,
pero seguro que tardaría mucho tiempo en
olvidar, el repertorio de hostias que sembraron su cara de
moratones e hirieron su orgullo hasta el punto de pedir su cabeza. Sonreía José
mientras imaginaba la escena y se terminaba un pincho de tortilla en el bar la Amistad, pago, metió la
mano en su gabán palpo la pistola con silenciador para darse ánimos y salió en
su busca.
Conocía su paradero gracias al último contacto, una joven
hermosa a lo Ava Gardner. Había que
reconocerle al viejo lobo su buen gusto por las mujeres hermosas. Un mes antes
el aparato del partido, la parte esa que ellos llaman de inteligencia, planeo
el encuentro con la excusa de una misión, la última le dijeron y como era
costumbre en él, mando a esta morenaza.
José conocedor por lo que le habían contado de él,
alquilo una habitación quince días antes de la cita y disfrazado de yonqui
tirado en los bancos de la plaza de Chueca, espero pacientemente a la cita,
luego siguió a la mujer, cuando ya Tomas la dejo subir al metro sola, la beso y
se aseguro que nadie los seguía excepto ese yonqui que se metió en el primer
vagón soltando improperios al vació y hablando solo.
Lo demás fue sencillo, la abordo en la siguiente estación
y a punta de pistola la llevo a un piso franco de Sol, prometiéndole que no le
pasaría nada si colaboraba, estaría una semana recluida y luego quedaría en
libertad.
Si no entraba por el aro, la amenazó con destrozarle la cara, drogarla a
diario y acabar sus días de meneando el culo para otros en montera y poder
mantener su nueva adicción a la heroína… -tú misma le espeto José…
La muchacha que nunca se había sentido una Heroína, no
puso objeción alguna y colaboro en todo lo que le pedía ese desconocido, que la
miraba con risa burlona y no parecía querer más de lo que se le pedía.
Tomás daba vueltas a su vermú, haciendo tiempo, tenia
ganas de terminar esa misión y desaparecer con la eterna y primera Ava Gardner
que conoció hace una década, pensaba retirarse y marchar para el sur.
Refugiarse en Conil un pueblecito pesquero que ahora se dedicaba más al turismo
y bastante tranquilo, donde pasaría desapercibido y terminar sus días de clandestino, tenía ganas de recuperar su
identidad y reconocerse en el espejo cada mañana.
Cansado de esa vida y de andar solo ya se imaginaba con
su Ava Gardner llevando una vida tranquila como el resto de los mortales. Apuro
el vermú, soltó las monedas sobre la barra encendió el cigarro y lo colgó a lo
Humphrey en los labios, saliendo a la plaza en
espera de la persona que le habían encargado proteger.
Tan solo una contraseña, el preguntaría “Que hizo John” y
el susodicho le contestaría “dio dos pasos”, se echo una carcajada, estos
infantes ya no saben que inventar. Se
recostó en un árbol de la plaza a esperar entre humo y sueños a que llegara su
protegido.
No tardo mucho José, se aseguro de que ese hombre pegado
al cigarro era Tomas, bastante corpulento que a pesar de los años mantenía
cierto atractivo y ese aire de gangster que tanta fama le habían dado, se fijo
en la mano que iba al cigarro, una mano fuerte, de boxeador diría el.
No conseguía verle bien los ojos pero no importaba, lo
que tarda en exhalar el humo del pitillo es lo que le queda de vida, recogería
su documentación y pertenencias y en ese instante, en ese breve espacio de
tiempo sería clandestino para toda una eternidad, sin recuerdos sin amigos sin
documento de identidad, sin nada que lo relacionara con ellos… una pena
pensaba, tendré que desaparecer un tiempo y luego darme de baja en este
asqueroso trabajo, sino el siguiente anónimo seré yo.
Tomas levanto la cabeza y se encontró con los ojo
impenetrables de ese joven, buena presencia, no le daba pinta de estar
acojonado y mucho menos de necesitar protección… el hombre le soltó lo que
quería escuchar “Que hizo John” y en el esfuerzo que se gasta en decir “dio dos
pa…” una mordida atravesó su corazón, su ojos se nublaron y de su boca sin
perder el cigarro, se escucho llamar a alguien… ¡Ava…!
Dos semanas llevaba Inés instalada en Madrid, cerca de la
glorieta de Embajadores, traía el equipaje justo para unos días, el resto de su
vida estaba en una casa que comprara con los ahorros de Albert y suyos, la última conversación que
mantuvieron fue por teléfono y hoy era el día en que se marchaban para siempre,
solos los dos juntos… Pero esa mañana tan solo un sobre se coló bajo la puerta,
no dijo nada, recogió el sobre, lo metió
en la maleta y marcho a coger esa maravilla de tren que en seis horas la
alejaran para siempre, de su lado, de sus vidas. Llevando su cuerpo a la nada y
su mente a la locura por la perdida de su único y gran amor…
Inés no era mujer que se dejara doblegar fácilmente y aun
no sabían, los soplagaitas, que habían encargado la muerte de Albert, la que se
les venía encima. Si algo contaba a favor de Inés, era la supina ignorancia que
tenían los jefazos, de su relación con “El Solitario”.
Lo conoció en una de esas misiones para pasar gente en
peligro, de la península a Francia. El siempre esperaba las peores condiciones
climatológicas, las más adversas, sabía de sobra lo poco que les gustaba a unos
guardias civiles mal pagados escasos de vestimenta y buenas botas
imprescindibles para atravesar esa frontera natural que incluso a ellos mismos
les negaba la libertad y les brindaba la oportunidad de empezar de cero y
olvidarse de ese país paupérrimo que negociaba hasta con la penicilina, como
modo de subsistencia.
Tenia Tomás escondido un equipo completo de escalada,
cuerdas y demás artilugios y sobrada experiencia, ya que en sus múltiples
trabajos durante y después de la guerra habían estado relacionados con la
minería y la colocación de explosivos en sitios altos y estratégicos, que una
ve detonando el explosivo, dejaban al enemigo por unas semanas aislados
mientras el comando o avanzadilla, podía desaparecer.
Inés se encontraba al otro lado de los Pirineos como
enlace, a la espera de coger al protegido de turno y llevarlo sano y salvo al
pueblo más cercano. Tenia más pinta de ser un cachito de España pero en suelo
francés y si no fuera por las leyendas de los carteles que aparecía en francés,
se podría decir que estaba en cualquier aldea aislada, de las que aun quedaban
unas cuantas en España y donde la vida transcurría en silencio y con miedo, con
escasos días de alegría colectiva.
La guerra y la sin razón habían hecho mella en sus
gentes, viejas rencillas, apropiaciones de tierras, sangrientas y viejas
disputas solucionadas con la denuncia anónima. Lo mismo que habían hecho los
otros, que aquí nadie se libraba que en las aldeas las miserias fueran
descarnadas y más crudas, y el odio germinaba de antaño, por asuntos de familia
que se perdían en la noche de los tiempos.
Se enamoro de ese carácter a primera vista, le gustaba
que fuera solitario, se informo todo lo que pudo sobre él y uno de esos
encuentros para recoger gente que el pasaba, ella le dio una nota donde lo
citaba esa noche en la vieja cabaña de escoba
y brezos donde en otro tiempo hicieran noche los pastores cuando la
climatología les impedía regresar a sus hogares. Fue una buena noche para
ambos, vino francés, algo de queso y de postre ¡cigarrillos! y una botella de
Pastis, quedando envueltos en el humo del tabaco, la suave languidez del trasiego
del licor y unas manos que se devoraban mutuamente. A partir de ese día, quedo
entre ellos, con el firme compromiso de terminar sus días como los bohemios
pero en un pueblecito cerca del mar.
Hace tiempo que ellos mismos después de ver y catalogar
al personal nuevo que se iba incorporando, fueron decidiendo que aquella vida y
sus ideales ya no correspondían y no es que fuera mala gente, pero no habían sufrido, se
les notaba cierto aire fresco pero no de compromiso por la causa. La misma que
había diezmado y puesto en diáspora a la mitad de una nación.
Esto llegaban con gorras del Che, y pajoladas por el
estilo… en fin ahuecar el ala y dejar sitio a las nuevas generaciones.
Inés se entero de que el sicario un tal José, había sido
el verdugo de Albert, uno que quería ser en el fondo como el legendario
Solitario. Ella lo iba a solucionar, pero algo menos torticero, ¡eso sí! se lo
encargaría a los nuevos matones que por mil euros eran capaces de matar a sus
padres o hermanos. Las drogas de diseño hacían estragos y todo estaba a la
orden del día, en Chueca podías comprar lo que se te apeteciera, siempre claro
esta que tuvieras en tus bolsillos el dulce sonar de las monedas y el papel
suficiente como para hacerte unos rulos e invitar a los del barrio que por un
par de rayas de farlopa, te contaban obras y milagros de cualquiera que se
moviera por su territorio.
Así fue como Inés, contacto con “si venga”, un
cocainómano en las últimas y que nada más se activaba si le susurrabas
“lonchas” o le pasabas un cuartito de farlopa. Recibió este deshecho el encargo
de cepillarse a José a cambio de cincuenta gramos de la mejor y cincuenta más
si quedaba el cuerpo en la vía publica con un cartel en su pecho donde rezara
la leyenda “¡A cada cerdo le llega su San Martín, toma nota compañero!”.
“Si venga” se junto con otra que andaba, más para acá que
para allá y esta se dirigió a pedir unas monedas para comer, al tal José,
mientras este la despachaba diciendo que no tenía nada, “Si venga” le asesto un
navajazo por la espalda a la altura de los riñones.
José se dio la vuelta, no sin antes propinarle una buena
patada en sus partes a la yonqui y con la mano dentro del bolsillo amartillaba
la pistola que mordió en el pecho y en la cara al “Si venga”. José se fue
tambaleando al único banco que había en la plaza, a duras penas se sentó,
cuando un sudor frió y un dolor agudo le subía desde los riñones al corazón,
como si fuera este el violentado por la navaja. La mirada vidriosa se fue
congelando con la última imagen que quedara en su retina, una mujer hermosa aún
a lo Ava Gardner, le susurraba unas palabras que al principio no entendía bien
pero que se fueron aclarando, “saludos de Albert” pronto podrás charlar
placidamente con él.
Ahora no te muevas, respira despacio y deja que te ponga
esta carta en el percho, ellos sabrán… Inés le ofreció un poco de agua y eso
fue lo que termino por reventar a José.
La yonqui tomo los cincuenta gramos que Inés le tendía en
la mano y como alma que lleva el diablo, fue vista y no vista… no sabía la
yonqui que esas serian sus últimas rayas, Inés se había encargado de mezclar
con un poquito de cianuro en los cincuenta gramos… borrando pistas, cortando
lazos, seria una muerte más.
Anónima como las que se despachaban a diario en esa parte
de la ciudad, tema de drogas, salvo la carta que iba dirigida a las altas
estancias de ese maldito partido, dejaban clara las intenciones descartando el
robo y el ajuste de cuentas entre gente desahuciada y poniendo a la justicia
tras la investigación del partido y su presidente.
Una semana depues del trágico suceso, apareció en los
periódicos de tirada nacional, los jefazos y chupópteros cogidos in fraganti, en
una comida privada en un restaurante de la capital, con unos constructores, que
habían apostado por ellos para la consecución y liberación de unos suelos para
una barriada de lujo que rompía con el compromiso de vivienda social que
esperaba la gente. Quinientos mil euros de beneficio libres de polvo y paja,
más un ático para cada representante.
Inés encargo aun sicario, la muerte del pez gordo que
mandara asesinar a Albert, ya se sabe
que en la cárcel, hay un montón de profesiones liberales y una de ellas es
hacer hueco para que entre más gente. Y de hacer ese hueco se encargaba este
señor previo acuerdo económico, nada como la buena organización…
El tren llegaba a Algeciras, allí la recogería un viejo
amigo y juntos terminarían sus días en ausencia de Albert, llevando esa vida
bohemia que a él le hubiera gustado. Sentada en la orilla del mar Inés tomo el sobre
y saco la vieja foto de Ava Gardner, encendió un cigarro mientras leía…
Epi
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